Crónicas castrenses (IX)
En 1947 el filósofo
francés Emmanuel Mounier, fundador del Movimiento Personalista, publicó su Tratado del carácter, escrito entre 1942
y 1944. No tenía Mounier ningún tipo de contacto con Fidel Castro, a quien aún
le salían los últimos pelos de esa barba engañosa, inconclusa, que supongo yo
le crearía un trauma todavía latente, dada su personal interpretación de esa
estirpe de macho alfa a la cree pertenecer. El caso es que Emmanuel Mounier
trazó en su Tratado…una semblanza
impersonal del paranoico, tomando a Adolfo Hitler como modelo para definir genéricamente
a todos los que avasalla esa enfermedad. El francés murió sin conocer
personalmente a Fidel Castro, pero los clásicos impresos no son solo los
monumentos literarios. Y Fidel Castro se cuenta entre aquellos que ayudan a
perpetuar la vigencia de las palabras de Emmanuel Mounier. ¡Allá va eso! ¡Métele
Emmanuel!:
“Todos nosotros hemos
encontrado a alguno de esos individuos maniáticos, llenos de sí mismos, que
lanzan sobre sus semejantes una mirada soberbia y despectiva; son, además,
desconfiados, inadaptables y están convencidos de que todo el mundo a su
alrededor se ocupa en confabularse contra ellos. El paranoico está
constantemente satisfecho de sí mismo; todo pretexto le viene bien para
confirmar su orgullo; no admite ni sus yerros ni sus defectos, ningún fracaso
le afecta” Y sigue Mounier con su retrato al oleo de Fidel Castro: “El
paranoico avanza, bien armado de su suficiencia, y ya puede perecer la
humanidad antes que uno solo de sus principios. Los hombres no son más que
comparsas puestos a su disposición. Su actitud expresa su carácter: camina con
el busto erguido, la mímica desdeñosa, pronto al encogimiento de hombros o a la
sonrisa de conmiseración que a veces lleva casi permanentemente esculpida en su
rostro. Todo este cuadro denota una profunda perturbación de las facultades
autocríticas” Y abunda el galo desde su Tratado
del carácter: “El paranoico se equivoca a la vez sobre sí mismo y sobre el
mundo exterior: la vanidad y la desconfianza son inextricablemente solidarias y
expresan bajo dos aspectos diferentes la discordancia fundamental con el medio.
Con frecuencia sus paradojas tienen chispa y originalidad, su retórica es sutíl
y a veces brillante. Pero parte siempre de un error de juicio, de un escamoteo
de la prueba, de una sistematización abusiva. La perturbación de las facultades
de autocrítica y el espíritu de sistema son las dos causas principales de su
aberración. Nadie es más razonador, más cuidadoso de afirmar que solo la lógica
le guía, pero ninguna razón es más extravagante que la suya. El paranoico, ese
Don Quijote del sofisma, dotado de una memoria efervescente, es un observador
atento y un dialéctico casi siempre hábil, que aprieta el hilo de su
razonamiento, cita hechos y fechas, persigue con ardor los matices, dispone
dilemas y celadas, como un verdadero juez de instrucción del mundo a quien
acusa. Proyecta una luz ácida sobre un campo soberanamente restringido, cuyos
destellos se ponen de relieve en detrimento de las perspectivas por la
iluminación demasiado cruda. Se indigna si alguien le trata de delirante. No
hay en él decaimiento intelectual, sino, según la fórmula de Dugas,
confiscación de la mente en provecho de un sentimiento fijo…”
Los de foránea orilla no sé, pero cada cubano
que lea este fragmento del Tratado del carácter de Emmanuel Mounier sabrá que difícilmente un dedo podrá estar con más certeza encima
de la llaga, una flecha difícilmente podrá partir ese blanco isleño con más precisión.
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