A finales del siglo XIX el Ragtime era un suceso musical en los estados sureños de la Unión Americana. Aunque su origen no estuvo tan abajo, geográficamente hablando. En el pueblecito de Sedalia, en el estado de Misuri, se rompían teclas de piano por montones años antes de que la furia del Ragtime invadiera los círculos culturales de los afrodescendientes. Cuando en 1899 Scott Joplin (1868 – 1917) sacó su Maple Leaf Rag, la conmoción fue grande. Cuando en 1902 llegó The Entertainer, gente hubo que hasta familia perdió por el acoso de la oreja sobre fonógrafos y gramófonos. Supongo que las ventas de martillos también se dispararon en su momento porque hasta tres piezas de Ragtime se pueden escuchar consecutivamente, pero de ahí en adelante la densidad del éter se quintuplica con la sinfonía ya monocorde de los dedos sobre las teclas del piano. A cualquier cubano que supere los treinta y pico de años le alcanza la memoria para traer de regreso desde el polvillo de los archivos mentales el The Entertainer de Scott Joplin. A cualquier cubano que haya vivido al menos sus primeros diez años en Cuba. No hay que saber que la pieza es de Scott Joplin, alcanza con escucharla para saber que, efectivamente, se la conoce. ¿Qué cubanazo no se sentó un domingo en la mañana frente a la tele para degustar – con los dientes afuera por la sonrisa limpia y la carcajada plena, ingenua, de la infancia – las ocurrencias de Armando Calderón, el hombre de las mil voces, en La Comedia Silente? La madre del que no pinche aquí debajo.