Por orden no alfabético
El paso y el peso – para estos ojos que ya se van atenuando – del tiempo que dedico a la lectura, me han llevado más de una vez a redefinir el orden de mis preferencias literarias. Y hablo de nombres como estandartes de vasta obra. Hace unos dieciséis o diecisiete años, sin rival aparente en el encerado creador, todos los flashes en el podio narrativo de mi pensamiento eran para el colombiano Gabriel García Márquez. Habría leído por aquel entonces, si acaso, un cuarteto de sus libros. Ayudó en el empeño – no solo con los libros de García Márquez – ante la crónica ausencia de dinero y la necesidad incontrastable de mal comer, el librero de mis padres y el de Mabel Suarez, filóloga y esposa del historiador Ricardo Quiza, a quién también agradezco por cederme algunos textos durante mis años de estudiante en la Universidad de La Habana. En aquel entonces, entre otros legados, aún desconocía yo la obra de Mario Vargas Llosa y José Saramago. Eran apenas eco, fase de inopia, nombres de relleno en la nomenclatura literaria. Y si hay pecados bíblicos, en mi evangelio personal este se cuenta entre los capitales. A Vargas Llosa (Mario) comencé a leerlo hace unos trece o catorce años, y un trio de libros alcanzó para destronar a Gabriel García Márquez. La limpieza con la que M.V.Llosa escribe, su precisión en el uso del lenguaje, su maestría técnica, su credibilidad en el uso de diálogos que fluyen, incluso siendo temporalmente distantes (La fiesta del Chivo, Lituma en los Andes), las atmósferas, los estadios de tensión siempre latente, y ese trasfondo de sordidez que el escritor, solapada pero constantemente acentúa como elemento intrínseco de la condición humana, argumentan, consolidan el desarrollo de sus historias, de su en ocasiones acre discurso y de su inventiva inagotable. Con la fértil aridez con que suele escribir M. V. Llosa descubrí que las adjetivaciones de Gabriel García Márquez, con todo y su Realismo Mágico, a veces rebosan la copa, se convierten en gratuidades; no es necesario demasiado ornamento para narrar “en grande”. Comencé a leer las novelas de José Saramago hace una década escasa. Y por tercera y hasta hoy última vez, cambió de dueño el pedestal de mis escritores de culto. La obra de José Saramago posee todo aquello que oraciones arriba se dijo, y que amplifica la faena de M.V.Llosa. Y tiene más. La narrativa de Saramago se barniza con un sarcasmo siempre oportuno, incisivo. La ironía y junto a ella el trazo profundamente humano de sus personajes y situaciones, nos lleva de la risa al llanto y viceversa con una facilidad inaudita, incluso cuando la historia es absolutamente fantástica, aunque nunca inverosímil (Memorial del Convento, Ensayo sobre la ceguera, La balsa de piedra). Saramago dominó el oficio de tal manera que logró convertir pasajes de varias de sus novelas en puro alarde narrativo que por momentos supera a la trama en ganancia, y deslumbramiento sin que por ello mengüe la historia. Por ejemplo, en Levantado del suelo el cambio de narrador es constante a lo largo de toda la novela, incluso dentro de un mismo párrafo, pero lejos de molestar, el hecho se convierte en otro motivo de asombro. Ya sea por causa y efecto de traducciones, empatía iberoamericana o colosal desconocimiento literario; no he leído hasta hoy, con las excepciones de Fiódor Dostoievski, William Faulkner, Gunter Grass, Truman Capote, y algún otro inmortal que seguramente ahora escapa al repaso; otro escritor en lengua no romance que pretenda la altura a la que he colocado a los tres narradores de mi preferencia.