sábado, 27 de noviembre de 2010



Los santos inocentes.


El arte no necesita del rebuscamiento para trascender, aunque también puede manifestarse complejamente. No solo desde la piedra, el barro o el mármol, pueden esculpirse rictus de secuela estética. La literatura también lega sus monumentos; a veces “ásperos”, como la roca viva; sólidos, como la eternidad. Miguel Delibes (1920–2010) – febril devoto de la caza y adorador de los campos de Castilla – reflejó en Los santos inocentes (1981) la profunda grieta cultural y económica que agudizó la estratificación de la sociedad rural española en los años sesenta del pasado siglo. La miseria material, el infortunio, la regresión/resignación de los abandonados a su suerte, las actitudes reprochables y el síncope emocional de los privilegiados, conducen el eje neurálgico del libro sobre un plano rural que se detalla con profundidad impecable. La prosa dura, entrecortada del escritor, es un soporte narrativo ideal porque abona la veracidad de la trama y su entorno concreto. La caracterización de los protagonistas, aquellos desde cuya esencia fluye la historia, es otra columna sin grietas de Los santos inocentes. Los personajes de Paco, Régula, Azarías y el señorito Iván, concentran el peso físico y psicológico de la novela. La campiña montaraz que Miguel Delibes describe e imbrica con excelencia, aparece como un personaje–testigo de los acontecimientos. Aunque en el pecho del lector comienzan a aparecer las arrugas casi desde el comienzo de la obra, los capítulos finales sobrecogen por su intensidad, por su dramatismo. Y aquí no hay intenciones de cobrar por efectismo barato porque mientras más vieja se hace la novela, más austero y sugerente se torna el lenguaje. El escritor penetra a tal profundidad en la conciencia de los personajes y de los lectores, que en ese final inesperado, violento, encuentra no solo “el Azarías”, sino también el leyente, cauce por el que derramar su ira y alivio, simultáneamente. Si Cinco horas con Mario es considerada la obra maestra de Miguel Delibes, Los santos inocentes es la maestra de obra que dignifica un edificio monumental.


Publicado también como artículo en El Centroamericano.

martes, 2 de noviembre de 2010



Sobrevida mía.

No todos los días se llega a los 40 años, ni a los 30 o a los 20, ni a los 14 o 15, ni al primero o al segundo, ni al último que marcaremos en nuestro almanaque, ni al penúltimo, o el anterior a ese. Tomando en cuenta que nací con la lengua afuera y el llanto ahogado en líquido amniótico, el 22 de Octubre cerré la cuarta década de sobrevida, aunque nada le debo a Retamar y sus muertos. Me puse viejo de pronto. Ironías de esta sobrevida mía – si escribo África delante de lo que me pertenece, esto se convierte en nombre de película – físicamente estoy mejor que el día que salí de la tierra que me vio nacer muerto insepulto…Tampoco es usual que me siente a escribir jornada sobre jornada, y como ya son dos los meses que llevo correteando con estos dedos flacos sobre el teclado, mi categoría humana ha comenzado a variar: el ente social que simulé ser va perdiendo terreno; el ermitaño comienza a ganar parcela. Pausa aquí para filosofar sobre el asunto, para desvariar, para hablar desecho inorgánico. ¿Se puede escribir con la intención de exprimir la palabra, literalmente, y por tanto, literariamente, sin alejarse del entorno “social”, del lobby comunal? ¿Se puede escribir con las intenciones del renglón superior sin enclaustrarse como una ostra? El cuarentón se repliega, cede la respuesta al que la tenga.


P.D: En la foto, el cuarentón. La fecha al pie de la instantanea se quedó varada en el tiempo porque la foto es de la semana pasada. La sonrisa es de ocasión...