viernes, 1 de julio de 2011



Crónicas martianas (de Montmartre)

Un día sin nombre del año mil novecientos sesenta y dos, en Barcelona y sin mucho que hacer en la oficina, el poeta, editor y director de la Editorial Seix-Barral, Carlos Barral, para entretenerse con algo, decidió pasar la tarde ojeando al azar algún que otro ejemplar de novela infecunda, de aquellas que nacen impetuosas, día tras día, en el cerebro bullente y en las cuartillas de los noveles escritores, para morir en las Editoriales. Leía dos páginas y comparaba el texto con la nota desahuciante del encargado de hacer funcionar el filtro. Coincidía. Coincidía. Coincidía. Tomo el folleto del cuarto, o el quinto, o era el sexto texto de la tarde – ya con el epitafio detritus literario – y fue entonces cuando llegó la conmoción. Leyó dos páginas del final de La morada del héroe, le gustaron, leyó dos páginas de “la tripa”, también le parecieron buenas, leyó dos páginas cercanas al comienzo del libro y comenzó entonces por la primera palabra. Soltó la novela dos días después, cuando leyó el último vocablo. Hay una buena historia en este libro, bien contada, con fuerza e incluso con ciertas transgresiones. Más o menos algo así pensó Carlos Barral. Y a continuación la pregunta dúplex que llega por precipitación: ¿Quién es este hombre? ¿Mario Vargas Llosa? Tengo que localizar inmediatamente a este tipo. Un par de semanas después Carlos Barral tocaba a la puerta de la buhardilla donde Mario Vargas Llosa mal vivía en París, tableteando como un poseso sobre las teclas de su vieja Remington, de espaldas a la colina y los jardines de Montmartre, pero de frente a la eternidad literaria. Por un laberinto de escaleras se llegaba hasta el minúsculo aposento del joven escritor, y convocado por un laberinto de sensaciones premonitorias llegó hasta allí Carlos Barral. Hablaron, se conocieron mejor, y un año después, aquella novelucha descartada se editaba (terminaciones ada-aba, si fueran dos versos se formaría una no invitada rima asonante) con el nombre La ciudad y los perros, y de paso, se llevaba el Premio de la Crítica en España y el Premio Novela Breve de la mismísima Seix-Barral. Según Carlos Barral, quién mantuvo hasta su muerte una intensa amistad con Vargas Llosa, el peruano no admitía en sus años mozos distractores extraliterarios de ninguna clase cuando de enfrentarse a la cuartilla en blanco se trataba. Cuenta el poeta y editor que cierto día, de paso por París, cansado, se llegó hasta la buhardilla de Vargas Llosa para descansar allí. Mientras dormitaba en un pequeño recinto contiguo a la habitación donde escribía el peruano, escuchó llegar a una mujer. Al rato oyó que Mario le decía a la dama desconocida: vístete que te vas a resfriar, ahora no puedo, estoy trabajando. Y un minuto después sintió el tremendo portazo que estremeció las raíces históricas de Montmartre. Así era ¿aún es? Mario Vargas Llosa, El Cadete, según mote que el escritor mexicano Carlos Fuentes – otro conquistador latinoamericano de París – le enganchó al peruano, quién por su aspecto parecía más un actor de Pelimex que un escritor sudamericano. Es evidente que, aunque no se lo dieron pública ni oficialmente, ese día del trancazo a la puerta, Mario Vargas Llosa, ¡apenas con 27 o 28 años!, se llevó el Premio Nobel a La Contención frente a La Tentación. Y no es que Vargas Llosa sea el incansable compañero de Luigi en la consola del –fíjese bien como lo voy a escribir – pleiestéichon, es que simplemente Mario Vargas Llosa no es cubano. Si para recibir un Premio Nobel de Literatura, para que una obra literaria muestre cotas de grandeza y perfección eternas, hay que revelar semejante nivel de entrega y renuncia, simultáneamente, en momento como ese; sospecho que entre los escritores nacidos en tierra patria ninguno viajará a Estocolmo con ese encargo. Cuando en 1967 La casa verde ganó la primera edición del Premio Rómulo Gallegos, ya Vargas Llosa no vivía en la buhardilla metropolitana, no tenía que cortar a media cuartilla y a media noche el tableteo de la Remington por los golpes acusatorios que con el palo de la escoba daba en el entablado Anne Phillips, su vecina de los bajos; ni tenia que, para comer, cortar un pan en tantos pedazos como migajas tuviera. Eran aquellos, tiempos de amistad entre V.Llosa y García Márquez, años parisinos en los que, cada uno por su cuenta y sin contubernio, descubrieron a los dos únicos franceses no tacaños que ha conocido la historia humana; relato que bien merece otra cuartilla Microsoft Word, pero por hoy, con una y mitad de otra es suficiente.

P.D: En la fotingrafía, Mario Vargas Llosa y Carlos Barral, pasando la borrachera, subidos en un camello en Las Palmas, Gran Canaria, después de una orgía tumultuaria con 4 mujeres (cada uno).