Para Hermes: una salva de aplausos.
Suele ocurrir que, cuando alguien a quien guardamos aprecios muere abrupta, inesperadamente – y se nos muere joven, para agravar la pena – brota un quebranto irreprimible, en ocasiones con sentimientos de culpa como estamentos anexos al dolor por no haberle dicho en vida al ahora ausente lo mucho que le apreciamos. Y es que el tiempo vuelve atrás apenas en la apariencia variable de la clepsidra. Son mechones de frustración que como harapos se arrastran durante la vital contienda personal. Pero no es mi caso. A El viejo herlenmeyer, mi amigo Hermes, que apenas se iba acercando a los 40 años cuando la muerte se le arrimó primero y lo acorraló, anoche, en un brutal accidente de carretera, pude decirle en vida que lo apreciaba, sin borrachera o con ella, mientras compartíamos el vaso de ron, en aquel díscolo 12 y Malecón de comienzos y mediados de los años noventa. Pude decirle, una década más tarde, que me alegraba reencontrarme con él, saber de su vida centenares de aguaceros después de la partida de ambos de tierra patria. Nada puedo hacer para traerlo de vuelta, no puedo enmendar ese espantoso error del destino, ni puedo ya escribirle a quien se ha ido. Puedo aplaudir su memoria, hacerle espacio en el corazón, eternizarla en el pensamiento.