Los espejos, la cópula,
la extensión literaria de la vida.
En 1935 Bioy Cáceres y
J.L. Borges conversaban, a altas horas de la noche, en el comedor de una
quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía, Buenos Aires. Un espejo enorme,
inoportuno, se abalanzaba sobre ellos duplicando la escena desde una de las
paredes. Entre ellos, comentaron que los espejos tenían algo de monstruosos.
Bioy Cáceres recordó que en un artículo de The
Anglo-American Cyclopaedia, se registraba una sentencia atribuida a un
heresiarca de Uqbar, que declaraba que los espejos y la cópula son abominables
porque multiplican el número de los hombres. Todo esto es pura ficción, un parto
del cerebro efervescente de Borges y aparece en el relato Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, publicado en su libro El jardín de senderos que se bifurcan
(1941) De todas formas apruebo a medias la referencia que tramposamente Borges atribuye a Bioy Cáceres.
A fin de cuentas la sentencia es solo ficción dentro de la propia literatura.
Cuando sale de ahí, por ese puente colgante que se establece entre las páginas
de un libro, los ojos, el cerebro; ya forma parte de la realidad. Lo abominable
de los espejos es la capacidad que tienen no solo para multiplicar, sino además
para envejecer la imagen, el reflejo “físico” de quien a ellos se arrima, aún
cuando no le envejezcan todavía a quien se mira, las ganas y facultades para
vivir, hacer y deshacer. De la cópula, del hecho en sí – derogando la secuela reproductiva,
que tampoco es algo infame – estoy buscando el primer argumento negativo desde
mi estreno, hace más de 20 años, en los quehaceres más profundos de la lascivia,
y créanme, no lo encuentro.