sábado, 22 de diciembre de 2012

Crónicas castrenses (IX)


 
Crónicas castrenses (IX)
       En 1947 el filósofo francés Emmanuel Mounier, fundador del Movimiento Personalista, publicó su Tratado del carácter, escrito entre 1942 y 1944. No tenía Mounier ningún tipo de contacto con Fidel Castro, a quien aún le salían los últimos pelos de esa barba engañosa, inconclusa, que supongo yo le crearía un trauma todavía latente, dada su personal interpretación de esa estirpe de macho alfa a la cree pertenecer. El caso es que Emmanuel Mounier trazó en su Tratado…una semblanza impersonal del paranoico, tomando a Adolfo Hitler como modelo para definir genéricamente a todos los que avasalla esa enfermedad. El francés murió sin conocer personalmente a Fidel Castro, pero los clásicos impresos no son solo los monumentos literarios. Y Fidel Castro se cuenta entre aquellos que ayudan a perpetuar la vigencia de las palabras de Emmanuel Mounier. ¡Allá va eso! ¡Métele Emmanuel!:
“Todos nosotros hemos encontrado a alguno de esos individuos maniáticos, llenos de sí mismos, que lanzan sobre sus semejantes una mirada soberbia y despectiva; son, además, desconfiados, inadaptables y están convencidos de que todo el mundo a su alrededor se ocupa en confabularse contra ellos. El paranoico está constantemente satisfecho de sí mismo; todo pretexto le viene bien para confirmar su orgullo; no admite ni sus yerros ni sus defectos, ningún fracaso le afecta” Y sigue Mounier con su retrato al oleo de Fidel Castro: “El paranoico avanza, bien armado de su suficiencia, y ya puede perecer la humanidad antes que uno solo de sus principios. Los hombres no son más que comparsas puestos a su disposición. Su actitud expresa su carácter: camina con el busto erguido, la mímica desdeñosa, pronto al encogimiento de hombros o a la sonrisa de conmiseración que a veces lleva casi permanentemente esculpida en su rostro. Todo este cuadro denota una profunda perturbación de las facultades autocríticas” Y abunda el galo desde su Tratado del carácter: “El paranoico se equivoca a la vez sobre sí mismo y sobre el mundo exterior: la vanidad y la desconfianza son inextricablemente solidarias y expresan bajo dos aspectos diferentes la discordancia fundamental con el medio. Con frecuencia sus paradojas tienen chispa y originalidad, su retórica es sutíl y a veces brillante. Pero parte siempre de un error de juicio, de un escamoteo de la prueba, de una sistematización abusiva. La perturbación de las facultades de autocrítica y el espíritu de sistema son las dos causas principales de su aberración. Nadie es más razonador, más cuidadoso de afirmar que solo la lógica le guía, pero ninguna razón es más extravagante que la suya. El paranoico, ese Don Quijote del sofisma, dotado de una memoria efervescente, es un observador atento y un dialéctico casi siempre hábil, que aprieta el hilo de su razonamiento, cita hechos y fechas, persigue con ardor los matices, dispone dilemas y celadas, como un verdadero juez de instrucción del mundo a quien acusa. Proyecta una luz ácida sobre un campo soberanamente restringido, cuyos destellos se ponen de relieve en detrimento de las perspectivas por la iluminación demasiado cruda. Se indigna si alguien le trata de delirante. No hay en él decaimiento intelectual, sino, según la fórmula de Dugas, confiscación de la mente en provecho de un sentimiento fijo…”
 Los de foránea orilla no sé, pero cada cubano que lea este fragmento del Tratado del carácter de Emmanuel Mounier sabrá que difícilmente un dedo podrá estar con más certeza encima de la llaga, una flecha difícilmente podrá partir ese blanco isleño con más precisión.