Casi una esquela.
A mi vieja amiga Yane –
que no es lo mismo que una amiga vieja – le diagnosticaron un cáncer el 1ro de julio. Desde entonces comenzó a padecer, y a luchar.
Para mí, no hay consuelo más innoble que aquel que remedio no ofrezca. Y aunque
no me ajusto a ese modelo de terapia, intenté animarla lo que pude. Pero la
vida suele en ocasiones “distraerse” demasiado y perder el camino sin encontrar
la manera de revertir el yerro. Las implicaciones psicológicas, los periodos de
zozobra que a no dudarlo, provoca este tipo de imprecisión del destino, en su
mayor grado solo ella pudo registrarlos. Y solo ella pudo sentir con cuanto
rigor sufre el cuerpo en situación semejante. El día que la conocí en la
Universidad de La Habana, hace más de veinte años, casi una niña entonces, casi
un niño yo, sentí un amarrón en el pecho que me duró una noble
temporada. Compartimos un hambre de globo terráqueo cuando menos incontrastable.
Pasaron los años y nunca perdió los arrestos, conoció medio mundo, amó y algo
que es casi mejor: se dejó querer. Como en cualquier otro sapiens, el hambre de
vida era también estandarte para ella. Fue lo que todos en primera y última
instancia somos para casi todos: uno más en la marea de los nombres sin rostro.
Una a la cual las plazas de Madrid, los recovecos de Roma, las calles de Nueva
York, los suburbios de Monterrey, no echaran de menos. Ni falta que hace, porque la
van a extrañar sus hijas queridas, sus padres, su esposo, su familia toda. Y
también la vamos a extrañar sus amigos y los cañaverales de Camagüey.