miércoles, 23 de diciembre de 2009



Un muerto vivo y un muerto muerto.

Vengo de un lugar en el que algunas cosas murieron antes de que yo naciera. Por tanto, llegue al mundo con varias orfandades preestablecidas. La Navidad es uno de esos muertos que año tras año, por estas fechas, la gente desentierra frente a mis ojos. Y aunque es un muerto alegre, no pútrido, luminoso y activo, para mi no es más que un circo sin fundamento. Ateo como he sido siempre, convicto y confeso, no logro montarme aún en la ola y dejarme arrastrar por la marea. No obstante, acepto con gusto y de buen grado la tremenda dosis de “buena vibra” que se respira en el ambiente por estos días. Y reconozco que todo se ve mucho más bonito que de costumbre, incluyendo el rostro de las mujeres, sospechosamente risueño durante dos semanas. Pero el caso es que no llego a tragarme la historia que dispara el show. De cualquier manera, es un hecho que la Tierra completará otra elipsis en su baile perenne alrededor del Sol, y eso merece fiesta. Con esta de ahora, ya son cuatro Navidades y cuatro las vueltas que completa el peñasco alrededor de la brasa desde que salí del terruño. Al menos tengo el consuelo de sentir que no es un nuevo aniversario – ¿el cincuenta y cuanto? – de otro muerto – y este si apesta por putrefacto – lo que se anuncia por estos lares. Me queda también la alegría de saber que no será una arenga sin cemento en los cimientos el primigenio contacto de mis oídos en el nuevo año, que no será la imagen ya rocosa de un tipo barbudo- fusil en mano el estandarte visual que abrirá el siguiente lapso, y que de mi propio cálculo dependerá, y no de la voluntad de otros, a que distancia debo marcar el trazo de la siguiente meta.