sábado, 31 de agosto de 2013

Me gusta que no me gusta.


 
Me gusta que no me gusta.

      Mario Benedetti, un uruguayo cuyo mérito en vida consistió en demostrar, con sus constantes ataques,  que la literatura posee un poder de supervivencia descomunal, alguna vez  escribió este coctel molotov: me gusta la gente que vibra, que no hay que empujarla, que no hay que decirle que haga las cosas…y por ahí. Parece que eso de referirse al tipo de gente que nos gusta es asunto viral. Jack Kerouac, el líder evangélico de la Generación Beat y de aquellos desaliñados beatniks que abrieron el paso al movimiento hippie y a la revolución sexual, en su novela En el camino, escribió: (…) la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde…y por ahí, también. Aunque el yanqui , en obra, parece más apegado a la dignidad literaria, creo que en algún momento se dio la mano con Benedetti . Nadie es perfecto. No me apunto en el bando de los vibradores ni de los que se carbonizan. Paso con ficha.     

Se dirá…lo necesario.


 
Se dirá…lo necesario.
      Se dirá, casi 180 años después de tantísimos aguaceros literarios, y literales, que ese tono simplón, cuasi meloso, a medio camino entre el espíritu romanticón y el realismo, a nadie convence ya. Sé dirá también que ese narrador omnisciente, rayano en la prepotencia, poca gracia concede a la narración. Se dirán horrores, de Balzac – por ejemplo – y de Papa Goriot. Pero el relato se sostiene, porque las tres o cuatro verdades que nutren su historia (patrimonio de nuestra especie) y que comenzamos a padecer en el paleolítico – quizá antes – nos sobreviven, y nos empañan. Aquí debajo, las palabras finales de la novela Papa Goriot. Al menos para mí, tal vez para alguien más entre los que la ha leído, de una gracia que se desplaza entre la nobleza de la descripción, la audacia de la decisión, la sordidez remanente, lo necesario.  

Ya solo Rastignac, dio unos pasos hacia lo alto del cementerio y vio París tortuosamente acostado a lo largo de las dos orillas del Sena, donde ya empezaban a brillar las luces. Fijáronse casi ansiosamente sus ojos entre la columna de la plaza Vendome y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel bello mundo en que había querido penetrar. Lanzó sobre aquella bordoneante  colmena una mirada que parecía sorberle por adelantado su miel y pronunció estas grandiosas palabras:
–¡Ahora nos las veremos los dos!
Y, como primer acto de desafío que lanzaba a la sociedad, Rastignac fue a cenar con madame de Nucingen.