sábado, 31 de agosto de 2013

Se dirá…lo necesario.


 
Se dirá…lo necesario.
      Se dirá, casi 180 años después de tantísimos aguaceros literarios, y literales, que ese tono simplón, cuasi meloso, a medio camino entre el espíritu romanticón y el realismo, a nadie convence ya. Sé dirá también que ese narrador omnisciente, rayano en la prepotencia, poca gracia concede a la narración. Se dirán horrores, de Balzac – por ejemplo – y de Papa Goriot. Pero el relato se sostiene, porque las tres o cuatro verdades que nutren su historia (patrimonio de nuestra especie) y que comenzamos a padecer en el paleolítico – quizá antes – nos sobreviven, y nos empañan. Aquí debajo, las palabras finales de la novela Papa Goriot. Al menos para mí, tal vez para alguien más entre los que la ha leído, de una gracia que se desplaza entre la nobleza de la descripción, la audacia de la decisión, la sordidez remanente, lo necesario.  

Ya solo Rastignac, dio unos pasos hacia lo alto del cementerio y vio París tortuosamente acostado a lo largo de las dos orillas del Sena, donde ya empezaban a brillar las luces. Fijáronse casi ansiosamente sus ojos entre la columna de la plaza Vendome y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel bello mundo en que había querido penetrar. Lanzó sobre aquella bordoneante  colmena una mirada que parecía sorberle por adelantado su miel y pronunció estas grandiosas palabras:
–¡Ahora nos las veremos los dos!
Y, como primer acto de desafío que lanzaba a la sociedad, Rastignac fue a cenar con madame de Nucingen.

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