domingo, 11 de septiembre de 2011

2001: once de septiembre.


Como Cuba es un mundo que flota dentro de otro, o para ser más preciso, un mundo que se hunde dentro del mundo, el once de setiembre de 2001 me enteré de los atentados terroristas contra el Word Trade Center y demás acontecimientos, a las cuatro de la tarde. Si tomamos en cuenta que entre Washington, Nueva York y La Habana rige el mismo uso horario, la diferencia temporal es escandalosa. Perdí esa mañana en una reunión inútil en la Dirección Provincial de Cultura, y como es habitual en la ínsula, perdí la tarde en espartano desplazamiento desde allí hasta mi casa, a unos treinta kilómetros. Sería de tal magnitud el arrobo del funcionariato cultural habanero en esa jornada que, al menos mientras en Cultura permanecí (doce del mediodía) no hubo reporte chismográfico, ni de oreja a oreja, sobre la masacre. Ya en la calle, desbordado por la tragedia cotidiana de la vida local, no respiré señal alguna de la tragedia foránea en el trayecto. A las cuatro de la tarde, dando reporte de invicto regreso en la Casa de Cultura de San José de las Lajas, un compañero de trabajo me puso al tanto de los sucesos del día. Pero no le creí, tomé el asunto como una broma poco elaborada, poco inteligente diría yo, y seguí en ruta hacia la casa. El sobrecogimiento llegó en el barrio, casi a las cinco de la tarde, cuando un vecino repitió el mal chiste. Llegué a casa, encendí la tele. Por primera y única vez en la historia patria se dejo ver ¡en vivo! la señal de CNN durante casi veinticuatro horas. Es obvio que la cúpula que ya no copula iba al seguro con la transmisión porque no habría más tema en el ambiente y era conveniente manipular e intimidar a la plebe, aquí con la rima; allá con el espanto. Se hacía difícil digerir las imágenes; todavía. Y es que lo irracional es parte de la conducta humana pero la razón también ocupa espacio. Aquel golpe brutal no fue solo contra los Estados Unidos; fue un agravio masivo a la civilización occidental, a nuestra común raíz grecolatina. Letrados y no tanto nunca faltan ni faltarán – aquí y acuyá – para esgrimir teorías implosivas y otras aberraciones al uso del intelecto sapiens. Que cada quien crea lo que quiera creer. Desde un vacio que nunca se llena, desde una ausencia que nunca termina, se derrama en el agua del memorial de la Zona Cero el dolor de una ciudad, de una nación y del medio mundo que en esta hora de reflexión les acompaña. El absurdo y la muerte tuvieron su agosto aquel once de setiembre de 2001. Pero los ánimos de la civilización a la que pertenezco no se desploman con el desplome de dos torres, por muy simbólicas que hayan sido porque, para decirlo con el tono impreso de Gabriel García Márquez en aquel final antológico de novela: es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.