Vecino.
Tengo un vecino que vive conmigo. Que se las trae, y se las
lleva también, sobre todo esas lascas de queso que impunemente se roba de la
trampa donde espero verlo un día caer. Ojalá más temprano que tarde, porque ya
voy por dos libras de queso – ¡suizo! – y hasta ahora lo mejor que ha hecho la
trampa es machucarme con saña dos dedos de la mano izquierda y al paso que voy
ahorita los pierdo. El asunto es que parisino, antimonárquico, comunero como a
veces me pongo, no quiero matar a mi vecino a dolores de barriga sino así, medio
a lo Luis XVI, apachurrándolo con una trampa miserable a falta de revolucionaria
guillotina. Y hablando de guillotina y como los locos, imagino ahora un diálogo
histórico e histérico entre dos sublevados dieciochescos – un hijo y su madre – en camino al sitio de la ejecución de su rey:
De Fontanes, apúrate mijoo coñooo, que cuando lleguemos a la plaza aquello va a
estar lleno de gente y no podremos ver la cabeza del rey haciendo piruetas en
el aire y el chorro de sangre saliéndole del cogote. / Madre, creo que por
mucho que corramos, ya si acaso veremos la sangre de mi tocayo abrillantando
las alpargatas de Sansón, las tablas de la tarima, los ladrillos de la plaza. Tengo
un vecino que vive conmigo: si no lo parto en dos con la trampa por lo menos lo
intoxica el atracón de queso suizo.