jueves, 13 de noviembre de 2014

Vecino.


 
Vecino.

       Tengo un vecino que vive conmigo. Que se las trae, y se las lleva también, sobre todo esas lascas de queso que impunemente se roba de la trampa donde espero verlo un día caer. Ojalá más temprano que tarde, porque ya voy por dos libras de queso – ¡suizo! – y hasta ahora lo mejor que ha hecho la trampa es machucarme con saña dos dedos de la mano izquierda y al paso que voy ahorita los pierdo. El asunto es que parisino, antimonárquico, comunero como a veces me pongo, no quiero matar a mi vecino a dolores de barriga sino así, medio a lo Luis XVI, apachurrándolo con una trampa miserable a falta de revolucionaria guillotina. Y hablando de guillotina y como los locos, imagino ahora un diálogo histórico e histérico entre dos sublevados dieciochescos – un hijo y su madre –  en camino al sitio de la ejecución de su rey: De Fontanes, apúrate mijoo coñooo, que cuando lleguemos a la plaza aquello va a estar lleno de gente y no podremos ver la cabeza del rey haciendo piruetas en el aire y el chorro de sangre saliéndole del cogote. / Madre, creo que por mucho que corramos, ya si acaso veremos la sangre de mi tocayo abrillantando las alpargatas de Sansón, las tablas de la tarima, los ladrillos de la plaza. Tengo un vecino que vive conmigo: si no lo parto en dos con la trampa por lo menos lo intoxica el atracón de queso suizo.