Tripolitanas…y de Tobruk.
Un tiranuelo exótico dejó el pedestal, en Libia, donde no llueve, pero si lloviera, los charcos que se formarían no serían de agua, serían de petróleo. Hay motivo para el optimismo, sin aspavientos. Medio mundo se ha pegado a la teta de la tele esta última semana para ver si el final de la historia norafricana les reporta la misma alegría que les reporta el epílogo del culebrón de turno que se transmite por algún otro canal,TeleMundo, digamos. Todos a la espera del capítulo de cierre – para el núcleo familiar occidental – en el canal noticioso: la captura vivo o muerto de Muamar el Gadafi. En abril de 2007 conocí a una mujer nacida en Libia. Mezcla entre hindú belicoso de la Cachemira y británica hippie de Southampton. Nos vimos en un parque – yo no buscaba a nadie y la vi – casi de extremo a extremo, nos sonreímos, diría yo que flirteamos. No estaba envuelta en trapos, no era practicante del islam, lo supe después, por supuesto, todo lo supe después. Me acerqué, algo le dije que no recuerdo ahora, cualquier cosa, cualquier trivialidad. En francés me respondió que no hablaba español. La invité a un café, aceptó. Era nieta, por ascendencia materna, de un soldado de escuadra de infantería, legendario, de aquellos que más a golpe de milagro que certidumbre, contuvieron en el cerco a Tobruk – entre 1941 y 1943 – el avance de los tanques del Afrika Korps del general Rommel. Y allí nació Álika, que así se llamaba la muchacha de Libia, por pura carambola histórica, acaso por empecinamiento histórico. Nos vimos durante un mes, conversábamos, nos tomábamos un cortadito siempre en el mismo Café. Después de aquel sorbo primigenio de la arábiga rubiácea, siempre invitó y pagó ella, yo no tenía ni donde caerme muerto. Alguna vez le pregunté por Muamar el Gadafi, por nada, para llenar un hueco en la charla. Fidel Castro, pero no siempre con uniforme, en ocasiones se envuelve en trapos, y se encasqueta un par de alpargatas. Algo así deduje. Suficiente, la contuve, cambiemos el tema. El segundo mes ya no solo conversábamos y nos tomábamos un cortadito, también hacíamos el amor. Se venía de la misma manera que escribía cuando escribía en árabe: como los crespos de una ola que se alebresta de pronto en un mar en calma, y de atrás hacia adelante. Nunca le pregunté el motivo de su presencia en Costa Rica, tampoco ella a mí. No creo que fuera un dato relevante. En Junio me dijo que regresaba a su casa, en Tobruk, soy pintora, apuntó. Lo imaginaba, le dije. Cómo así, preguntó. Por tantas cosas, casi por todo, le contesté con un apuro en el pecho que no preví. Aquí llueve mucho, en Libia nunca llueve, pero si lloviera, los charcos que se formarían no serían de agua, serían de petróleo, me dijo para saltarse el descalabro de la despedida. Muamar el Gadafi ya no gobierna en Libia, ya no chancletea por las calles de Trípoli, ya no exhibe sus trapajos multicolores al viento pero algo sabré de él en algún momento, me importe o no. Álika tal vez recoja en sus lienzos, de alguna manera y si es que le importa, la impronta del nuevo acontecimiento. Quizá me lo haga saber, quizás no.