miércoles, 9 de marzo de 2011


Haciendo revolución:donde dice tristeza, pon butacón.
En 1967 Mario Vargas Llosa ganó el Premio Rómulo Gallegos con la novela La Casa Verde. Fue la ocasión del peruano para conocer en Caracas a Gabriel García Márquez, con quien trabaría una amistad que años después se desmembraba como castillo de naipes frente al azote de viento platanero. Nada político, solo razones personales, según Vargas Llosa, motivaron la ruptura con García Márquez; aunque es obvio que la primera política se entronca con las relaciones más personales. Un año después, en Cuba, comenzaba a hervir en caldero de aquelarre el poeta Heberto Padilla por la premiación y publicación de su libro Fuera de juego. La revista Verde Olivo y el papiro Granma comenzaron el cañoneo. Desde contrarrevolucionario, agente de la CIA, hasta maricón le dijeron al bardo. Por aquel entonces todavía Mario Vargas Llosa era un sartresiano recalcitrante y mantenía una actitud de simpatía militante hacia la Revolución Cubana. Pero la geometría filosófica pronto haría lo suyo y el peruano daría un giro ideológico de 180 grados. En 1968, Heberto Padilla y su reciente esposa, la poetiza Belkis Cuza Malé, aún caminaban de la mano por las calles de La Habana, con una escolta imaginable de aguerridos heraldos del Ministerio en Ropa Interior. Cuando Padilla fue a prisión en 1971 ya Vargas Llosa había sufrido varios desencantos de militancia. En el propio año 1967, luego de ganar el Premio Rómulo Gallegos – como dato curioso, el escritor nunca envió, personalmente, ejemplar alguno de la novela vencedora – al andino se le mal ocurrió decir que quería tener algún “gesto” con la Revolución Cubana. Y su palabra fue tomada, por asalto además. Poco tiempo después de la mala idea, en un restaurant de Hyde Park, Londres, se reunirían Alejo Carpentier y Mario Vargas Llosa para tratar el asunto. El cubano llevaba una carta de Haydée Santamaría para Mario Vargas Llosa, una carta para ser leída allí mismo, en voz alta, al duro y sin guante, y de boca del isleño. Haydée Santamaría le pedía al recién galardonado que “sería bueno que donara el dinero" del Premio Rómulo Gallegos para la causa del Che Guevara, quien por aquel entonces mataba sus últimos mosquitos en el altiplano boliviano. Vargas Llosa se negó rotundamente. Y para radicalizar el agravio se compró una casona en el Perú. En 1971 las ronchas del “Caso Padilla” comenzaron a picar en la piel del gremio de escritores e intelectuales latinoamericanos, norteamericanos y europeos. El diario francés Le Monde publicaba una carta de protesta por el encarcelamiento y posterior  “auto-confesión” de culpabilidad y arrepentimiento del entonces nulo
Heberto Padilla. Algunos de los firmantes de la carta de Le Monde se radicalizaron contra la revolución cubana (Octavio Paz, José María Castellet, Mario Vargas Llosa) otros (Juan Rulfo, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez) recortaron el alcance de los hechos y de sus memorias y siguieron, a golpes de movimiento de cintura, colocando la postura en el sembradío isleño; con rima incluida. A Mario Vargas Llosa se le acusó entonces en la isla de procurar fama y fortuna a costa de la – todavía embarradora de pañales – revolución cubana. Ironías de la historia, ahora los vuelve a embarrar. Fue tanto el resplandor de la hoguera en la que ardió  el hereje Padilla, que algunos pasaron por alto la publicación, en el año 1973, de Persona non grata, de Jorge Edwards; la guinda que le faltaba al pastel de la utopía desecha. El libro vio su parto impreso 2 años después de haber estado su autor en La Habana dando dolores de cabeza al revolucionarísimo gobierno cubano. Con Jorge Edwards la trama no podía seguir el hilo de la historia de Heberto Padilla; no podían sacarle el mitológico cocodrilo sin dientes que los aguerridos combatientes del Ministerio en Ropa Interior amamantaban en Villa Marista porque Jorge Edwards era un extranjero – todavía lo es –, agregado cultural de la Embajada de Chile en La Habana, ¡representante intocable del apenas malparido gobierno socialista de Salvador Allende! Lo único que podían hacer, e hicieron, fue montarlo en un avión, de regreso a casa, ya en el ocaso del 71. A finales de la década de los 70, Heberto Padilla, ya más espectro que cuerpo tangible, recurrió al otro buen oficio de Gabriel García Márquez, el de mediador, para que el de Macondo intercediera ante Dios con petición de salida del país para él y familia. Y Fidel Castro Ruz, hombre magnánimo, ¿hombre…? ¿¡quién dijo hombre!?, ¡Dios magnánimo!, ¡benevolente!, aceptó la propuesta. No obstante, García Márquez, como siempre montado en su nube, en La luna de Valencia de Gumersindo Pacheco, pretendió en el encuentro que le solicitó Padilla para exponerle empeños y esperanzas, desarrollar conversación literaria, filosofar sobre poesía y sobre quién sabe cuantas mierdas más. ¡A esa hora con eso!, justo cuando a Heberto Padilla lo tenían en Cuba tomando el agua con un gotero. Pero esa es otra historia, que mejor reescribiría el propio Gabriel García Márquez, si algún día deseos tuviera. En el año 2000 moría en Alabama, Estados Unidos de América, el poeta cubano Heberto Padilla.
DICEN LOS VIEJOS BARDOS
No lo olvides, poeta.
En cualquier sitio y época
en que hagas o en que sufras la Historia,
siempre estará acechándote algún poema peligroso.
Heberto Padilla
En la foto, Heberto Padilla.