Chiquita.
Una novela es un espejo que paseamos a lo largo de un camino, definiría alguna vez Stendhal, seudónimo de lujo de Henri Beyle (1783–1842), uno más entre los escritores franceses de peso pesado, interrogado sobre una de sus obras cumbre : El rojo y el negro (1830). La tensión – in crescendo – que genera el enfrentamiento psicológico entre el joven Julien Sorel y la señora de Renal, dejaría profunda huella en la literatura posterior. Y no conforme con tanta grandeza, Stendhal colocaría también, como botón de muestra y sentencia para los siglos futuros, la pincelada de tan soberbia frase : una novela es un espejo que paseamos a lo largo de un camino. No importa el siglo o planeta en que se escriba, eso es una novela.
Antonio Orlando Rodríguez, periodista y escritor cubano radicado en los Estados Unidos, sorprendió a la concurrencia con la publicación – nada menos que como Premio Alfaguara 2008 ¡! –, de su novela Chiquita. Conocido en la cofradía y en la junta de lectores como autor itinerante tanto por sus desplazamientos geográficos como por sus desplazamientos en la estatura de los consumidores, (Cuentos de cuando La Habana era chiquita, Concierto para escalera y orquesta(Lit. para niños y jóvenes), Aprendices de brujos (Novela para adultos)…), luego de varios años de investigaciones y apuntes logró concretar Chiquita en un cuerpo trabado, y decidió, sin nada que perder, lanzarse al vacio en la convocatoria del Alfaguara, para aterrizar con gravedad cero y sobre colchón de plumas.
Conocedor o no de la frase de Stendhal, Antonio Orlando Rodríguez agarró el espejo por el marco y sin complejo alguno lo sacó a pasear. La segunda mitad del siglo XIX cubano y los albores de la República desde el reflejo que dejaba en su bahía la Ciudad de Matanzas, Chiquita y su entorno familiar, la Feria Panamericana de Buffalo en 1901, el mundillo de los vaudeville y los primeros treinta años del siglo XX en Nueva York, la Babel de acero y concreto, desfilaron como resplandores de fogonazo por el bruñido espejo. Sin un lenguaje de arrobo ni oscilaciones de intensidad que fueran marcando cotas de mucho climax, Chiquita se deja leer sin ejercicio de obligación. Pero cuidado, que donde autor y jurado dicen ver una simbiosis entre realidad y ficción, se puede detectar – y sin esfuerzo quirúrgico – algún que otro pasaje sacado a flote por los pelos.. o por las greñas de Espiridiona Cenda chorreando agua sobre el lomo de Cuco, su Manjuarí devenido rescatista en el rio Sena.
Un jurado presidido por el nicaragüense Sergio Ramírez, quien 10 años antes había ganado la primera edición del Premio compartiendo recompensa con el también cubano e hijo de gato y por extensión, cazador de ratones, Eliseo Alberto Diego, vio más méritos en el manuscrito del cubano Antonio Orlando Rodríguez que en los restantes 510. No es que vamos a confiar en el fallo de un jurado con la obediencia medieval que se debía a los Concilios de Letrán, pero se siente compensado uno al ver, una vez más, la obra de un cubano acaparando el ámbito literario de Hispanoamérica y los cintillos de las páginas y noticieros culturales. Más no pasemos por alto que no es este un oficio de, ni para multitudes – escribo para las grandes minorías, diría alguna vez Juan Ramón Jiménez – y que no hay premio alguno que defina quien dará la zancada sobre el tiempo y quien perderá el paso con la zancadilla de las estaciones.
Mira si yo te querré , Chiquita, que de mi título al tuyo este honor literario extenderé, parece decirle a “la muñeca viviente” la voz impresa de Luis Leante, el Premio Alfaguara del año anterior, y nada más.