lunes, 16 de marzo de 2009


Caracol Beach

En 1998 el escritor cubano Eliseo Alberto Diego ganó, apiñado en el pedestal con el ex vicepresidente nicaragüense Sergio Ramírez (Margarita está linda la mar) la primera convocatoria del Premio Alfaguara de Novela con Caracol Beach. Desde la publicación de su primer libro – más incómodo que literario – fuera de Cuba, Informe contra mi mismo, en el que detallaba la macabra trama en que la Seguridad del Estado Cubano decidió involucrarlo, sirviendo de espía contra su propia familia, los ojos del quórum se posaron en su anatomía. Con Caracol Beach el escritor tuvo la ocasión de retomar de inmediato la tabilla de Tot. El miedo, la locura, el perdón y la muerte son temas que en la novela se convierten en atributos estructurales. No lo digo yo, lo dice en la contraportada del libro el jurado que inclinó la balanza a favor de esta novela. Pero hay más que eso en Caracol Beach. La desgarbada imagen del antihéroe se pasea de principio a fin, no solo en la desajustada memoria impresa y actos del soldado Beto Milanés, sino en el trazo sicológico y la conducta de todos los personajes que soportan el peso dramático de los acontecimientos. Mientras más firme el crescendo de los sucesos, más nítido el desmoronamiento. Adiós a las armas, de Hernest Hemingway, coloca una pauta de ícono en la distancia, apenas como reminiscencia del clásico antihéroe; pero el libro Sur: Latitud 13, del cubano Angel Santiesteban, ofrece una comunión temática cercana a una parte del territorio que delimita Caracol Beach : el reflejo de la guerra – de la misma guerra en ambos libros ¡! – como tragedia y no como contienda heroica. El dinámico ritmo y eficiente lenguaje de esta novela la convierten en un thriller hojeable que apenas deja tiempo para rascarse la cara mientras las páginas se van agotando, tristemente, una tras otra. Y es que Caracol Beach es de esos libros que tienen la rara virtud de hacernos desear que no terminen nunca. En esos barrios y caseríos costeros del Sur de La Florida, en Cienfuegos, o en Ibondá de Akú 18 años atrás, cada uno de los personajes desdibujó un canon arquetípico a lo largo de la historia que nos contó Eliseo Alberto, pero Lázaro Samá, el insondable teniente de ébano, justificó en su papel la pieza sincrética y alegórica del pastiche : Lorenzo Samá, Obbedimeyi en la Regla de Ocha, fue relevante promotor de la Santería en La Mayor de las Antillas a finales del siglo XIX. Un dato que no debe pasarse por alto porque en esta novela la brisa del mar bate hacia tierra en todo momento y ese aire de nostalgias nos recuerda siempre – en aguafuerte del escritor – que Cuba es un piano que alguien toca detrás del horizonte.