Cuba es un piano que alguien toca detrás del horizonte.
Desde que parí este blog allá por el remoto 2008 no es mucho lo que de
ajena producción he publicado en él. A memoria turbia: algún artículo de Carlos
Alberto Montaner y de Martín Santiváñez Vivanco. Ahora coloco un fragmento de
un texto del escritor cubano César Reynel Aguilera, cuyo aliento – el del
texto – genera una admirable saudade extratropical. Fueron palabras que su
autor ofreció a los presentes en el evento Cuba por fuera/Cuba inside out, que tuvo
lugar en la Universidad de Nueva York el pasado 8 de junio, dedicado a la
cultura cubana fuera de la ínsula y a los proyectos que genere la iniciativa. Pero
no puede haber camisa de fuerza para tan bellas palabras. Aquí debajo las entrego.
Disfrútenlas.
Distancia, tiempo, literatura, Cuba y ubicuidad. Tomo notas y vuelvo a
mirar al mar. Es Historia aceptada que los habitantes de Abaco vivieron durante
mucho tiempo de rapiñar naufragios. Cualquier mapa enseña que esa es una de las
islas de Las Bahamas que está más cerca del Atlántico. Los barcos venían del
alto a toda vela, le entraban confiados a los bajíos y se descuadernaban para
convertirse en industria. Los habitantes de la isla (¿abaquenses?), conocedores
de corrientes y arrecifes, se encargaban de sacarlo todo; de recuperar y
“guardar” desde el ancla hasta la rondana del palo mayor, desde el mascarón de
proa hasta los ornamentos de popa. De eso vivieron durante mucho tiempo.
Esa industria llegó a ser tan productiva que cuando la corona inglesa decidió
construir un faro, en la isla de Abaco, casi todos los habitantes se opusieron
activamente a la idea. Los sabotajes fueron tantos y de tal magnitud que tomó
varias décadas, bajo protección militar, poder culminar la empresa. Después de
inaugurado el Faro, sin embargo, la gente aprendió a crear luces falsas que
guiaban a los barcos hacia los bajíos más convenientes, y así siguieron
viviendo de rapiñar naufragios.
Miro al mar. Cuba es dos Morros con siglos de honestidad. Esa idea de ser
Faro vino después; antes fuimos eso que siempre seremos: un cruce de caminos.
Un punto por el que tenían que pasar casi todos los barcos que iban o venían
hacia Las Américas. Un nodo y un nudo que fue tejiendo —a puntadas y bordadas—
una cultura hecha de velas que llegaban en caravanas y dejaban, en los puertos
de La Habana y Santiago de Cuba, algo más que mercancías: dejaban noticias,
ideas, palabras, sonidos, religiones, esperanzas y nostalgia... mucha
nostalgia.
La mayoría de las personas que llegaron a Cuba en esos barcos lo hicieron
en busca de fortuna. Esa es, quizás, una de nuestras grandes diferencias con
Las Bahamas, un país que debe una buena parte de su hechura a aquellos colonos
ingleses que fueron leales a la corona y, en consecuencia, tuvieron que salir
huyendo del territorio americano a raíz del triunfo de la Revolución de las
trece colonias. Para ellos el regreso era una pesadilla, para los que llegaban
a Cuba, sin embargo, el regreso siempre fue un sueño.
Muchos de esos soñadores fueron de un origen que hoy llamamos “español”,
pero que en realidad nunca dejaron de reconocerse, algunos todavía lo hacen,
como furibundamente asturianos, gallegos, catalanes o vascos. A esa masa
predominante de “españoles” se sumaron chinos, irlandeses, ingleses y, con el
tiempo, norteamericanos y rusos. Todos marcados por el regreso, todos marcados,
a pesar de los siglos que los separan, por ese mirar al mar como a un espejo de
paciencia, por esa forma de contar el tiempo en años, meses y días para un
retorno que casi nunca sucedió, todos convertidos en nuestra primera hermandad
de ultramar.
Durante siglos, también, llegaron barcos cargados de esclavos africanos,
una masa de hombres y mujeres que al igual que sus captores nunca dejó de mirar
hacia ese mar que los separó de la tierra donde habían nacido. Y fue ese deseo
espiritual, esas preguntas de ¿cómo estará eso, cómo estarán aquellos que
dejamos allá, allende los mares?, o ¿cuándo viajaré a mi semilla? la que
hermanó —a pesar de leguas y siglos de distancia—, desde el mismo inicio de
nuestra nacionalidad, a los negros con sus dueños, a los oprimidos con sus
opresores, a los poderosos con aquellos que un día los derrotarían, y a los
racistas con la sangre futura y mezclada de unos nietos que después harían
nación.
Con el surgimiento de esa nacionalidad surgió, claro está, una forma de
castigo que dio lugar a nuestra tercera hermandad de ultramar. Me refiero al
destierro, y a esa variante ligera que hoy llamamos exilio. Pienso en Heredia
buscando a Cuba en cada piedra, en cada árbol, y en cada despeñadero de agua
que pudiera recordarle las crestas blancas y saladas de su mar; pienso en Martí
conspirando para acortar la distancia y el tiempo de su retorno; en Carpentier,
más cobarde que una ardilla, metaforizando ese retorno al único sitio donde se
sintió seguro en su vida: el vientre de su madre; y pienso en Cabrera Infante
declarándose muerto e inmortal en La Habana de un niño que ya nunca regresaría.
Siglos conectados por una misma hebra y un mismo nudo en la garganta.
Distancia y tiempo borrados en una cuarta hermandad, esa hecha de varias
generaciones de hombres y mujeres que por bien o mal que vivieran fuera de Cuba
nunca dejaron de soñar —luchar, exigir, suplicar— sus regresos. Siglos de hijos
criados hablando un español perfecto —para cuando regresemos— y de un mismo
brindis en Navidad: El año que viene en Cuba. Porque la Nochebuena es, ya
sabemos, un renacer.
En Abril de 1980 cortamos ancla y la isla, como un papalote, quedó a la
deriva o al pairo, se fue a bolina. Los marielitos marcaron el inicio de
nuestra quinta hermandad de ultramar. La de una generación pintada con lemas
como “el último que apague el Morro”, “para atrás ni para tomar impulso”, y “a
partir de aquí, por suerte, ya no hay regreso”. Distancia y tiempo contados
como amuletos de un nunca jamás regresar, copas levantadas cada año para
celebrar la partida, el renacer, la felicidad. Porque ¿quién carajos quiere
vivir en el infierno? ¿A quién se le ocurre habitar un palacio de blanquísimas
mofetas? ¿Quién puede ser feliz en una Cuba que se parece tanto a uno de esos
asilos que en inglés llamamos “boarding home”? ¿Hogar de embarque? ¿Casa de
abordaje? ¿Con sable en la boca y tibias cruzadas en la frente? No, gracias, ya
nos consta que la muerte en vida es una nada cotidiana, y que de un país sin
salidas de emergencia se escapa quemando las naves. Generaciones conectadas por
un laberinto sin hilos; por un deambular desde Arenas hasta Zoé, por un regreso
desde Romay hasta Victoria y Rosales.
Necesito pensar que hay una sexta hermandad de ultramar. Acaricio la idea
de que muchos de los que nos reuniremos en Nueva York, dentro de unos días,
formamos parte de ese grupo. Una generación literaria que por razones puramente
biológicas tendrá, en algún momento, la opción de un regreso que casi ninguno
de nosotros, creo, decidirá ejercer. Porque nunca olvidaremos que escapamos del
infierno, porque ya tenemos nuestras vidas hechas aquí, porque no nos anima
ninguna revancha ni triunfalismo alguno, porque no existimos en la realidad.
Somos virtuales, estamos hechos de palabras e ideas que sólo cristalizan en
algo medianamente tangible cuando los desmanes del castrismo logran sacarnos de
nuestras vidas reales, de nuestras luchas por las defensas de las mujeres o los
homosexuales, de nuestras empresas en quiebra, de nuestras bodas y divorcios,
de las tareas de nuestros hijos, de los libros que estamos escribiendo, del
barro que pensamos hornear o del plato que queremos cocinar, de nuestras
fiestas y cumbanchas, y de nuestros compromisos con los demócratas, con los
republicanos, con los liberales, los conservadores, con Amnistía Internacional,
África y el Sursum corda.
Sólo los desmanes del castrismo logran detener nuestros relojes y hacernos
confluir, a pesar de las enormes distancias que nos separan, en algo
medianamente cercano a una entidad real. Cuando eso sucede recordamos que hay
un país encallado en el tiempo, un barco llamado Cuba que nuestros padres
creyeron faro y terminaron convirtiendo en naufragio. Una tripulación de once millones
de cubanos atrapados, como lo estuvimos nosotros, en una pesadilla indecible,
en un infierno indemostrable. Cubanos desesperados por saltar sobre la borda,
cubanos acostumbrados a la calma chicha o luchando por desencallar, lo mismo
da. Para todos y cada uno de ellos sólo tenemos un hilo de palabras lanzadas como un cabo de luz.
Luces hechas de candiles y antorchas, de fósforos en aguacero, de algún que
otro quinqué y de chismosas, muchas chismosas. Luces que juntas alumbrarían más
que un faro, pero no necesitan hacerlo, porque no hay camino a señalar, porque
para un barco varado en el tiempo hay un único mensaje posible: la vida es boga
en el mar abierto y brutal de la realidad, el resto es morir respirando.
P.D: Cuba es un piano que alguien toca detrás del horizonte ( Caracol Beach. Eliseo Alberto Diego)