domingo, 20 de febrero de 2011



Corazón coraza.

Hace dos días a mi hija le tomaron una radiografía en un hospital de la comarca. Por la carencia de signos vitales en el rostro, por lo remoto, inescrutable de la referencia física y espiritual sobre la cual clavó retinas y pensamiento la señora encargada de ejecutar la labor; presumo que nunca supo si era una niña o la rama de un árbol el objeto radiografiado. Jamás dirigió una mirada a mi hija, ni por equivoco dejó escapar un rictus de sonrisa, de enojo, de contrariedad, una mueca, algo que más allá de sus mecánicos movimientos, mostrara su vitalidad emocional. Hace dos años pasé por una situación similar en el Cuerpo de Guardia del Hospital de niños. Mi hija con una fiebre de 40 grados, y la ¡¿doctora!? que nos ignoró, por virtud telepática y sin tocar a la niña ni con la punta de los guantes que cubrían sus egregias manos, le recetó medio camión de aspirinas. Luego del necesario escándalo de progenitores, apareció otra doctora que, infiero, haciendo esfuerzo ciclópeo se atrevió a intercambiar miradas con la niña, ¡y hasta con los padres!, e incluso se atrevió a más; colocó su mirada de diosa taina dentro de la boca de mi hija. Y el resultado fue el que esperábamos la madre y yo sin haber pasado por aulas de Facultad de Medicina: infección en la garganta. En esta provinciana provincia centroamericana no es atípica la gélida y errática conducta de los galenos. La novia de un amigo, estudiante de medicina ella, dice sentirse decepcionada por la actitud y “consejos éticos” que a diario recibe de los docentes. Constantemente se le remacha que no debe mostrar signo alguno de ternura, de emoción, de afinidad o soltura hacia los pacientes. Mientras más lejos uno del otro, mejor para la causa. El médico aquí, en las antípodas el paciente. No hay necesidad alguna de mostrar, cuando menos, solidaridad hacia otro ser humano porque en definitiva, en la mayoría de los casos, ni siquiera comparten estrato social. Y ni hablar de consultas fuera de hospital público sin defalco monetario del doliente. Que a fin de cuentas estamos hablando de negocios, la carrera de Medicina cuesta una fortuna y es necesario recuperar la inversión sacándole dos a cada sufridor. Al pan pan y al vino vino. ¡Cuánto se extrañan por acá las virtudes académicas y humanas de Belkis Brito y Herrera, la pediatra que en mi desvencijada ínsula atendió a mi hija! Jamás un diagnóstico desatinado, siempre una sonrisa enorme, reconfortante, una amabilidad a prueba de privacidad doméstica. Lo mismo ofrecía una consulta en el hospital, que en plena calle o en la sala de su casa. Más que pediatra, amiga, casi sangre de nuestra sangre. Una buena odontóloga cubana, cuyos servicios requerí hace unos días, me comentó sobre la falta de aptitudes y vocación que ha visto por la redonda en no pocos congéneres da igual la categoría: aspirantes o habientes del numerito que les acredita ante el emérito Colegio de profesionales del ramo, o de la espiga solitaria. Y es de esperar. Si mi Tata – padre, entre los nacionales – ejerciendo la odontología se compró una casa de 150 000 dólares y tiene un carro de 50 000 verdes, entonces hay que seguir sus pasos. ¿Y la vocación? Pues obvio que no falta, la de hacer dinero, digo yo, que para odontólogos con vocación con los del movimiento romanticista ya tenemos suficientes. ¿Y si al final de la faena la cristiana boca queda como unión entre nalgas, es decir sin dientes? Pues a seguir pagando para recuperar la risa, o la sonrisa, según bolsillo. El ente, la cosa que radiografió a mi hija, copió y ejecutó en la praxis hasta los acentos de la consejería docente que a todas sombras, es letra viva en esta comarca.