Breve fragmento de borrador de novela en preparación. (IV)
De no ser por el Rio Negro, la ciudad de Manaos, aún hoy, no fuera más que otro plantón en el corazón de la selva. Las cuarenta piedras que bautizaron como Fuerte y los cuatro cañones que en 1669 colocaron en esa rivera los lusitanos para defender la región norte de su enorme colonia brasileña, quedaron como símbolo de puntería, no por la exactitud del nombre y la precisión de los disparos, sino porque justamente allí, 200 años después, una fiebre cauchera cuyos orígenes se remontaban a la europea Revolución Industrial, abrió a Manaos las puertas de una opulencia que en poco tiempo la convirtió en una ciudad cuasi surreal: arquitectura europea, luz eléctrica, tranvías, y hasta un Teatro de lujo en los remates del tercer planeta del Sistema Solar. De aquella vorágine del polímero algo trascendió: si Manaos no quedó como la “Madre de Dios” ante los ojos de la nomenclatura, al menos quedó como la madre de los neumáticos. Rio Negro sería el encargado de transportar sobre su lomo fluvial, en dirección a Belem, la evidencia material del sufrimiento humano. En el trayecto de vuelta al corazón de la Amazonia llevaría todo el lujo y la desmesura que aportaban la Belle Epoque y el Viejo Continente.
A las nueve de la mañana del 18 de abril de 2007 desembarcaste en la Rodoviaria de la capital amazónica. Las piernas se te aflojaron cuando tomaste conciencia de que, por primera vez en tu vida, las suelas de tus sandalias comenzaban a incorporar partículas del Hemisferio Sur.