miércoles, 19 de enero de 2011


VAN-a-gloria.


Para mi buen amigo Armando Alba.

Un amigo que vive en Florida, Estados Unidos de América, dice ser El Rey de Miami. En los peores momentos de mi travesía-aventura americana, solía llamarme para darme ánimos. Me hacia reír al teléfono, me recargaba las pilas con su optimismo y su sentido del humor y con eso me daba el empujón necesario para ayudarme a seguir viviendo. Lo mismo en Paramaribo, Manaos, Caracas, Barinas, o dondequiera que estuviera yo, incluso aquí en San José, me sorprendía con esos bálsamos auriculares que eternamente agradeceré. Las memorias no se desechan con los años ni con las glorias, si es que hay gloria más allá del nombre. No fue solo Armando quien de similar manera me ayudó a existir cuando más precario fue mi estatus emocional y material; pero la analogía entre el razonamiento que alguna vez, en una de esas llamadas, desfragmentó en la línea, y el momento que hasta hace unos días viví, me lo reintegra fresco en el pensamiento. Armando, en una de sus ocurrencias, me dijo algo así: “Miche, yo me monto en mi Van al amanecer, miro entonces el sol naciendo en el horizonte, disfruto el momento, agradezco a la vida vivir en esta ciudad; con toda calma me pongo en marcha, me incorporo a la vorágine del asfalto y desde la perspectiva visual que me ofrece el Van, veo correr la vida a mi alrededor, debajo de mí, desde las largas filas de automóviles. Entonces siento que avanzo sentado sobre un trono, y que soy el rey de esta ciudad, El Rey de Miami”. Sin alcanzar la sensación de cota nobiliaria de Armando, durante un mes y medio machaqué la impresión de que me desplazaba sobre un mirador rodante. El curso académico terminó en Diciembre, llegaron las vacaciones y decidí que no era mala idea seguir trabajando hasta que llegara el siguiente curso, o hasta que se acercara. Ganarme la vida trepado en un Van, como chofer repartidor para PC Technical Costa Rica fue un episodio digamos, diferente. Tuvo sus momentos frustrantes y sus momentos felices. Manejar en Costa Rica no es cosa de juego: el tráfico infernal, las actitudes temerarias, la falta de habilidades de quienes aflojando billetes se embolsillaron una licencia de conducir, los kilométricos embotellamientos y la escabrosa topografía, convierten las lenguas de asfalto en un pasaje a lo ignoto detrás de cada curva, después de cada pendiente, en cada autopista, avenida, calle o intersección. No hubo tiempo para llegar a la corte ni de bufón. Y garantizo que había más confort dentro de aquel Chevrolet 3500 Express del 2005, que en la rígida poltrona de cualquier monarca. El cambio drástico de ambiente me desarticuló frente a la página en blanco, poco pude escribir, e incluso, una vez más, perdí el paso con una novela que ensayo desde el Pleistoceno y que quizá termine para la próxima glaciación. Cuando soltaba el timón, agotado físicamente, no era mucho lo que podía hacer con la inmaculada cuartilla Microsoft Word, pero al menos podía leer, y libros no faltaron como alimento a retinas de cuarentón confeso. Inmerso en el soplo que me ha tocado vivir, ahora al volante, sentado en un Van, nunca llegué al trono mental de Armando, pero; instantes hubo en los que sentí, aun con mi tristeza habitual a cuestas, que no le doy un minuto de tregua a la vida.