jueves, 14 de noviembre de 2013

Dame la mano y danzaremos, Teresita.


 
 
 
Dame la mano y danzaremos, Teresita.

       Murió Teresita Fernández. No hay cubano entre cinco y cien años, si es que hasta allá nos llega la memoria, que no la conozca. Qué cubano no tarareó alguna de sus canciones, todas concentradas en esa nostalgia ingenua, necesaria, que se nos grabó quién sabe dónde y ya trasciende nuestra infancia. Allá en la isla, a medio trayecto entre los Cuatro Caminos y San José de las Lajas (kilómetro 26 de la Carretera Central) se levanta como un tótem, a una orilla de la ruta, una ceiba peculiar: La Ceiba de Don Alejo (Carpentier). Según memorias del escritor, alguna vez se sentó bajo su sombra, a descansar y a degustar el paisaje y el árbol tremendo. Años después, incluyó al paquidermo vegetal en su novela "La consagración de la primavera”, lo describió, lo ubicó incluso geográficamente. Cada año, a finales de diciembre, celebrando el natalicio de Carpentier sucede allí en la ceiba, más que un evento, una “descarga” cultural formalmente informal. Entre poetas, botellas de ron, trovadores, alguna cosa para engañar el hambre, los locos cuerdos habituales, buena charla, Teresita Fernández y alguna vez la propia viuda de Carpentier, pasábamos - los ahora ausentes - quizá el mejor día de todo el año. Teresita nunca faltó. Le tocaba, además, digamos por tradición, cerrar “la función” tocando “Dame la mano”, el poema de Gabriela Mistral. Un par de veces debí ir a buscarla a su casa para llevarla hasta “la ceiba” y devolverla a salvo a su isla personal, siempre llena de perros y gatos, siempre hedionda, a qué negarlo, en aquel apartamento de un edificio de veinte pisos que se levanta en un liso barrio de El Cerro habanero como un pene erecto, acaso para recordarle a los transeúntes que allí la musculatura impone las leyes de la convivencia. En el trayecto hasta la ceiba, o ya de regreso, Teresita hablaba sobre cualquier cosa con un ímpetu invariable: lo mismo sobre las fases de la luna, el gato minusválido del que nació “Vinagrito”, el número limitado de mamíferos de cualquier especie que le permitieron llevarse de su antiguo caserón y mantener en el apartamento, los problemas para conseguir buenas cuerdas para la guitarra, un libro; el impulso era siempre el mismo. Apenas dejaba hablar, ni falta que hacía. La primera vez que fui a buscarla, algo de tiempo me dejó para contarle de mi gato, del accidente tremendo que sufrió y de como casi de puro milagro no murió, y logró - pasadores mediante en sus patas traseras - recuperarse. Al año siguiente, cuando llegué a buscarla, su primera pregunta, su primer pensamiento fue para el felino: ¿cómo está el gato? Al amor que repartió Teresita Fernández no se le puede parcelar porque nos quiso a todos, lo mismo a sus perros y gatos que a los millones de hijos que no engendró en su vientre porque le nacieron de otros. La Ceiba de Don Alejo ya no será la misma. Se murió la madre de todos los hijos de Cuba.