Aniversario zen.
Con esto de las
festividades por el 43 aniversario de las intermitencias de mi muerte, he
comenzado a cuestionarme si valió la pena irme de Cuba. Allá en la ínsula, con la
barriga llena de tripas y media botella de ron, yo levantaba unas borracheras
que me duraban un día entero y parte del amanecer siguiente. Ahora no, ahora
las borracheras son mezquinas, efímeras, discretas, diría yo. Me tomo media
botella de whisky o 5 o 6 cervezas; las tripas se envalentonan, llega a la mesa
un plato con masas de cerdo fritas, con tiritas de pollo, con papas fritas, y
ahí mismo se jodió la borrachera. Se fueron 20 o 30 dólares, y yo fresco como
una lechuga bajo el aguacero. No es justo. En la Cuba revolucionaria con 20
miserables pesos, menos de un dólar, mandaba el cerebro a paseo hasta nuevo
aviso. La revolución cubana toma terraplenes inescrutables para los mondos
mortales, es mi caso. La revolución es un “ente” que supera mis dotes de
escrutinio de la realidad; es una “cosa” como el corazón, vaya, para explicarlo
místicamente, que desanda caminos de esos que dicen que la razón no entiende. Quizá
de ahí nacía mi apego allí a mandar el cerebro de gira; quizás por eso me fui de
allí, tal vez porque sin saberlo acaso, vivo montado en la guardarraya de la
sinrazón. Anoche casi lloro, arrepentido de estar aquí, pensando en ese baño
diario que en la Cuba de hoy me daba, haciendo flexiones entre el cubo de agua
y la eternidad. Esto de cumplir años es cosa seria, el almanaque me
está poniendo reflexivo.