Tico viejo.
Tengo un amigo viejo –
que no es lo mismo que un viejo amigo – por acá, que en sus años de juventud
vivió en Cuba, músico fue y será, y eventualmente tocó con varias orquestas
cubanas de calibre magnum entre los años 40 y 50 del siglo que en la cuneta
dejamos década y tanto hará. De la Riverside a Los Muñequitos de Matanzas, de Chapotín y sus estrellas al Conjunto
Casino. Compañero de correrías de Tito Gómez, bohemio irreconciliable, mantiene
a los 88 años una lucidez que rebasa los resplandores y el chisporroteo que en
la Pan-American Exposition de Buffalo, EE.UU (1901) soltó la Torre de Electricidad. Ya
quisiera el Tutankamón con la cara llena de hilachas y vestido de pelotero que en
la isla tenemos, conservar un cuarto - o un baño - de la lucidez que tiene mi amigo
viejo. Conversador inteligente, mejor lector, dejó Cuba en 1958 después de
haber vivido 14 años en ella y hoy me ha dicho que no quiere morir sin volver a
verla y que pronto volverá. Así, como si hablara de una novia, una mujer que se ama a contracorriente, imposible de evadir humanamente. Me sorprendió su vehemente, irreprimible deseo de rebobinar y cuanto antes; y temo por él: no es lo mismo ver a una
vieja con coloretes que a una doncella en los huesos. Y es que Cuba es algo así
como una hembra de lujo, una mujer hermosa que tísica quedó cuando vivía sus
mejores años. Mi amigo viejo lo presiente pero a sus almanaques quizá no alcancé con
eso para sobrevivir a un leñazo de magnitudes ciclópeas, encontradas y entrecortadas (como la leche)
emociones. De todas formas le deseé
suerte, espero que el corazón, por mucho que allá se le arrugue, le aguante. Quiero verlo de vuelta.