domingo, 13 de marzo de 2011

Breves apuntes sobre la obra plástica de Olga Dorado.

La poesía es el arte de traducir las sensaciones, lo ignoto, la realidad, al sistema lingüístico; pero con tal oficio, que el acto de compactar palabras se convierta en un suceso estético. La pintura es el arte de recrear plástica, gráficamente, aquello que en la poesía germina con otro tipo de discurso. Para ambos lujos del intelecto el camino es el puerto y por tanto, la obra se convierte en huella, rastro de vida. Solo que no hay pisada pedestre en la huella de un artista, sino estela de vuelo y vuelo de ornamentos. La obra plástica de la creadora costarricense Olga Dorado nos entrega esa traza visual con ribetes de permanencia. El suceso figurativo es el pórtico de entrada al acontecimiento estético. La faena defiende el argumento. En la serie Leda y el Cisne, el trazo de la figura humana nos remite a los cánones de la cultura greco latina e inclusive, algún diseño entronca con la obra homónima de Leonardo Da Vinci; escalones temporales inevitables para reconstruir la leyenda y ofrecerle vigor conceptual. Cierta resignación ante el placer carnal se respira en la imagen de Leda, que parece indicarnos desde su abandono: aquí estoy otra vez, desflorándome a orillas del Eurotas. Y el Eurotas puede ser ahora cualquier otro lugar. El vínculo entre Vida, Pasión y Muerte, nombre de otra de las series de la pintora, se decanta desde una perspectiva existencial, intimista. La habilidad en el trabajo con resinas acrílicas le permite pintar planos de color de dimensiones considerables, mezclar técnicas, enmarcar veladuras de tejidos sobre el lienzo, superponer tonos sin alarma de agrisamiento y crear velos de atmósfera. Más que reto en el ruedo, la serie confronta una lucha teatral, con síntomas de cabildeo y movimientos de danza entre filosofías, perspectivas, estilos de vida opuestos pero complementarios; la sensualidad femenina y el arranque físico, insolente del macho, representado en el bovino elemento. ¿Acaso rinde arrestos la creadora frente al acoso de la bestia taurina? No lo sabremos nunca y tampoco importa porque el arte no busca respuestas, busca metáforas. Algunas imágenes en plano de picado aportan un punto de ruptura en la serie, un enfoque cinematográfico que ofrece cierta ambivalencia no desdeñable entre la plástica y el séptimo arte. Ya lejos de los amarillos, los rojos de incendio de Vida, Pasión y Muerte; la coexistencia de inflexiones del color azul en ambientes de ocaso, arcanas señales humanas en segundo plano y lágrimas que rebasan el dique impuesto por las mascarillas, despiertan un rictus de melancolía en la serie Antifaces. Como si viajáramos de un territorio a su antípoda, de una serie a la otra es notable el cambio temperamental. En las obras que se aglutinan en torno a Todo sobre mí, reaparecen las veladuras que se yuxtaponen, los tonos grises comparten por primera vez el protagonismo. No hay máscaras aquí, y sin embargo, se veda al espectador el descubrimiento de los presagios y fragilidades que custodian aquellos ojos que se insinúan bajo las envolturas. Lo mismo que en la serie Vida, Pasión y Muerte, locuciones poéticas se trenzan en la crónica gráfica y en ocasiones funcionan como retazos que ayudan a recomponer el lienzo y darle soltura; doble logro. Recorrer visualmente las series pictóricas de Olga Dorado es transitar por las estaciones del alma. No hay alfombras de gala en el corazón de un artista, solo augurios del camino, fluctuación, dilema. Y como única verdad, la certeza de que hay algo que hacer, y es necesario hacerlo de manera que soporte el peso del tiempo.


En la imagen, un cuadro de Olga Dorado. De la serie Vida, Pasión y Muerte.