jueves, 24 de mayo de 2012

Confesión.


Confesión.
           Nunca silencio mis verdades, por dolorosas que sean. Ocasiones no han faltado para incinerarme y sin embargo aquí estoy, sin laceraciones notables. Entonces es justo reconocer que no he sido todo lo consecuente que he podido ser. Tampoco sobra aceptar que si he bajado la cabeza ha sido porque el gesto, más que gesto, resultado de algún resumen de pensamientos fue. Ser cubano es un oficio difícil, complejo. Vivir fuera de Cuba y al mismo tiempo mantener ese puente aéreo que nos lleva de vez en cuando al reencuentro con los amores que todavía en aquella orilla conservamos, implica, a qué negarlo, cierta renuncia, cierta cobardía subrepticia que termina convirtiéndonos en desolados cómplices de aquello que tanto detestamos. Eso, en el mejor de los casos. Nada nuevo bajo el sol. Cualquier cubano sabe de lo que estoy hablando. Cuba es el país que, en porciento, tiene el mayor número de nacionales en la diáspora. De 15 millones que somos, 3 millones vivimos veril afuera. En la ínsula, no a placer quedan casi 12 millones de compatriotas. Más que país, más que una isla en peso, aquello es un yerro de más de medio siglo con severo régimen penitenciario que estrangula hasta el ahogo cualquier revoloteo con la nariz por encima de la línea de flotación humana.  Los intentos de evasión se pagan caro y solo hay dos opciones como consecuencia: descolgar la vida de un bote o de un tren de aterrizaje, o consumar la fuga por mar o aire. Tres millones hemos logrado consumar el escape. Pero esa huida es parcial para los que, como dije, inclinamos el fiel de la balanza hacía nuestros amores allá retenidos. A quienes ya pasaron el eje central de la familia a foránea orilla, no les duele, no les preocupa cantar a los cuatro vientos las más de cuatro verdades siniestras que en aquel arrecife sufrieron. Hay otros que prefirieron quemar las naves y no extorsionaron su conciencia. Esos son los genuinos prohombres. Yo permanezco en el cuerpo de la caterva, en la fláccida mole, en el grupo que mantiene esa discreta cobardía que nos convierte todavía en rehenes de lo que no compartimos.