Confesión.
Nunca silencio mis
verdades, por dolorosas que sean. Ocasiones no han faltado para incinerarme y
sin embargo aquí estoy, sin laceraciones notables. Entonces es justo reconocer
que no he sido todo lo consecuente que he podido ser. Tampoco sobra aceptar que
si he bajado la cabeza ha sido porque el gesto, más que gesto, resultado de
algún resumen de pensamientos fue. Ser cubano es un oficio difícil, complejo.
Vivir fuera de Cuba y al mismo tiempo mantener ese puente aéreo que nos lleva
de vez en cuando al reencuentro con los amores que todavía en aquella orilla
conservamos, implica, a qué negarlo, cierta renuncia, cierta cobardía
subrepticia que termina convirtiéndonos en desolados cómplices de aquello que
tanto detestamos. Eso, en el mejor de los casos. Nada nuevo bajo el sol. Cualquier cubano sabe de lo que estoy hablando. Cuba es el país que, en porciento, tiene
el mayor número de nacionales en la diáspora. De 15 millones que somos, 3
millones vivimos veril afuera. En la ínsula, no a placer quedan casi 12
millones de compatriotas. Más que país, más que una isla en peso, aquello es un
yerro de más de medio siglo con severo régimen penitenciario que estrangula
hasta el ahogo cualquier revoloteo con la nariz por encima de la línea de
flotación humana. Los intentos de
evasión se pagan caro y solo hay dos opciones como consecuencia: descolgar
la vida de un bote o de un tren de aterrizaje, o consumar la fuga por mar o aire. Tres millones hemos logrado consumar el escape. Pero esa huida es parcial para
los que, como dije, inclinamos el fiel de la balanza hacía nuestros amores allá retenidos. A
quienes ya pasaron el eje central de la familia a foránea orilla, no les duele, no les
preocupa cantar a los cuatro vientos las más de cuatro verdades siniestras que en
aquel arrecife sufrieron. Hay otros que prefirieron quemar las naves y no extorsionaron
su conciencia. Esos son los genuinos prohombres. Yo permanezco en el cuerpo de
la caterva, en la fláccida mole, en el grupo que mantiene esa discreta cobardía
que nos convierte todavía en rehenes de lo que no compartimos.