Durante 5 meses,
entre noviembre 2006 y abril de 2007, fecha de mi segundo salto al vacío,
viví en Venezuela. Alguna que otra vez hice estancia en Caracas, casi siempre estuve en la ciudad de Barinas, estado homónimo. Fueron los días, las
noches, las semanas de la peor canícula que he sufrido en la vida. Por primera
y única vez sudaron mis pies. Ya sentenciada la tarde, salía a caminar hasta un
céntrico parque ajedrecístico. Al regresar a casa en el humilde barrio El Cambio,
me quitaba los zapatos con la misma premura con la que intenta deshacerse aquel
que se quema de un objeto hirviendo que
se le impregna a la piel. Y exprimía las medias como acabadas de sacar de un
cubo de agua. A esa hora tardía le nacía a las calles de Barinas una bruma
caliente de sentido opuesto que nacía en el pavimento y las aceras y se elevaba
metro y medio sobre el suelo. Los llanos de Venezuela son un caldero de agua
hirviendo que no se agota. Horrible aquello. Sentía que me cocinaban a fuego
lento, como el clásico puerco que se va dorando al vapor de los carbones que
forma la leña. Caso curioso, en la acera de enfrente al lugar donde vivía, justo
frente a la casa, había un prostíbulo (con tan noble dinámica laboral que de
haberlo conocido Chaplin en su momento, habría reinventado a tiempo las
secuencias maquinales de “Tiempos modernos”) y contiguo a este, “haciendo esquina”,
una iglesia de recia raigambre católica, apostólica y romana. En esas kilométricas
caminatas por las calles de Barinas, más de una vez disfruté de la confianza y
el poco recato de las iguanas que saltaban a mis pies, desde los árboles que
flanqueaban las avenidas, y media cuadra me acompañaban hasta que otro
árbol se les antojaba como buen refugio. Justo sobre la ruta de la más suntuosa
de las avenidas de Barinas (Ave. Barinas, si mal no recuerdo) y separada de
aquella por una manzana que ocupaba (y supongo ocupa) un espeso parque, estaba
la mansión del padre de Hugo Chávez, alcalde de la ciudad. Era otra manzana
completa. De la casa apenas se veía la techumbre de los pisos altos porque los
muros estilo muralla china que la rodeaban abrían la rambla solo al paso
mental, a las conjeturas, a la imaginación del paseante cándido. Solía la gente
saber de la presencia del patriarca de los Chávez en la ciudad, no solo por aquel
ostentoso cerco de cemento o los discursos que recitaba en cualquier rincón de Barinas – su
personal universo – sino además por el paso más chévere de la caravana de
Hummers o Fords Expedition – según antojo – que lo delataba. Así de irónicos suelen ser los contrastes, los antagonísmos, incluyendo los materialmente ideológicos. Ahí
va el padre de Chávez, le decía o me decía Rolando, un amigo cubano (hoy en
Nueva York) con el que tanta tristeza compartí allí, cuando veíamos pasar la
caravana. Más de una vez vi la ringlera de lujo entrar al bunker ¡Y había que oír la verborrea de aquel señor!: desde el do hasta el si, desde el
amor al prójimo hasta el rechazo al capitalismo salvaje y la humildad, el pentagrama
completo de los ambidiestros de la izquierda pública y la derecha privada.
Cualquier cosa que “sonara” lindo al oído y pudiera hacer metástasis hasta el cerebro podía escuchársele, y lo que no se escuchaba
se sugería, para dejárselo a usted de tarea, si en algo más importante no tenía
que pensar. Pero no era mi caso. Ahora, tras la muerte del hijo predilecto, es
posible que al padre de Chávez le bajen no solo los humos, sino también los
muros. Tal vez hasta lo bajan del Ford Expedition, y del Hummer.