Dos momentos de Rayuela.
Hay dos momentos en la
novela Rayuela en los que Julio Cortázar se luce con sendos golpes de efecto para
noquear al lector. La muerte de Rocamadour, el hijo de la Maga, y la contienda
verbal entre Oliveira y Traveler, con Talita, la mujer del segundo, encaramada
en unas tablas entre dos ventanas, sobre un abismo. En el capítulo donde muere
Rocamadour, uno tras otro, en orden de aparición, se van enterando los
personajes de la desgracia, todos menos la Maga, que ajena al hecho se mantiene
trajinando dentro de la casa, con el niño – dormido para ella – ya muerto en la
habitación. Y al lector lo secuestra Cortázar para convertirlo en testigo y por
tanto cómplice del velado suceso, en un personaje más, quizá el que más sufre
la muerte de Rocamadour, sin duda el único que desespera por no poder dar el
aviso a la Maga ante la filosófica y cínica parsimonia de presentes. En el
fragmento, relativamente extenso, de Talita sobre las tablas, mueve el escritor
de tal manera los maderos y la narración que parece encauzada la escena hacia
un fátum donde no puede esperarse
otra cosa que no sea lo peor. Y sin embargo Talita no cae al vacio. No puede
ser mayor la tensión en esos dos momentos de la novela, y no obstante, no
utiliza Cortázar una sola sentencia tremendista. Es un maestro de la mesura y
la contención del desborde emocional que el mismo ha provocado.
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