lunes, 26 de septiembre de 2011

Nirvana… y de ahí para allá no hay más pueblo.

Desde los 13 o 14 años y hasta los veinte, estuve buscando derrotero definitivo para la oreja. Fueron aquellas, estaciones del alma y la remembranza en las que me movía entre el heavy metal y la balada melosa, bobalicona, soñolienta. Y me moví bastante, en manada además, con el radio Selena apoyado en el hombro de turno y las canillas encueras en exhibición perenne por las arenas de las playas del este de La Habana. Los cangrejos de El Mégano, Santa María del Mar y Guanabo no me dejarán mentir. El Rampa arriba/Rampa abajo de El Vedado habanero lo ensayábamos también con el cajón de frecuencias en aquella franja costera. Y lo ensayamos con una dignidad ingenua y caprichosa, pero cierta e incólume, todavía. 99.5 de la FM de Key West, Florida, rebotando en el dial, a todo galillo bocina afuera y oreja adentro, y que pare el que tenga frenos. Éramos una tropa de muchachos con la cabeza llena de pájaros en volandera y un deseo de de vivir y de tragarnos el mundo que nos brotaba hemorrágico, escandaloso. La hemorragia continua, sin batahola. Según etapa del almanaque, de las arenas ribereñas nos desplazábamos hacia el barrio, la Unidad Militar o la beca universitaria, pero siempre con el Selena sembrado a la oreja. Y estuvimos en esa búsqueda sin sosiego del sonido que mejor se acoplara a nuestro desacople terrenal, hasta que cierto día de 1991 el Selena eructó con una resonancia desconocida pero insoslayable, magnética, de hipnosis; era la melodía de Smells Like teen spirit. Tenía yo 20 años. Entonces llegaron a un tiempo la apoteosis y el embeleso. Y terminó la búsqueda del estandarte porque llegaba el rock alternativo, el grunge, como eufónico tsunami que no dejaría estaca en pared y sí mucha vergüenza ajena por la basura que hasta ese momento melódicamente se producía y se consumía. ¿Quiénes son esos tipos fuera de liga? Fue la pregunta musical habitual durante los meses finales de aquel lejano 1991. La cadencia de aquellos jóvenes de Seattle, irreverentes, transgresores, remitía a los adictos a la frecuencia FM del Selena a un estado catatónico similar al nombre de la banda: Nirvana. Se fueron 20 años en el carromato de la vida y el embeleso no cede terreno mental. Otras bandas fundadoras, de culto en el movimiento grunge, acompañan a Nirvana en el sendero hacía la eternidad (Sound Garden, Alice in Chains, Stone Temple Pilots, Temple of the Dog, Pearl Jam, por mencionar algunas) pero todas van como escoltas y de segundonas de frente al estambre porque lo que hizo Nirvana con la música solo tiene comparación en magnitudes sociales con la Revolución Industrial o la Revolución Francesa de 1789, digo yo para soltar un disparate con fundamento, de proporciones similares al que se atrevieron a soltar al éter aquellos muchachones en el septiembre semiotoñal de 1991. Y aunque Cobain se despidió temprano y de la más cruda manera, perdería mi alma y el camino que sigo si dejara de escuchar la música de estos locos cuerdos que tan intensa huella melódica han dejado en mi generación, y en mí.


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