martes, 19 de julio de 2011




100 años del fin del mundo.

La guerra de soldad.

A finales de la década de los 60 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa eran ya los capos entre los escritores latinoamericanos que por asalto tomaron París y Barcelona. El Negro, como entre jocosa y despectivamente le llamaban al colombiano en el ambiente literario español, se paseaba por los salones, auditorios, ramblas y paseos de las ciudades Condal y Luz con un overol azul de mecánico al que solo le faltaron un par de manchas de grasa para redondear una impresión errónea del creador. Y de peines no conocieron en esa época sus sortijudas greñas. A El Negro solo le interesaba escribir, y no fueron pocas las ocasiones en las que estuvo a punto de salir desnudo a la calle ante la falta de reparo por la ausencia de vituallas textiles sobre la piel. Mario Vargas Llosa, El Indio, según la claque literaria ibérica, era la antítesis de Gabriel García Márquez. Pelo engomado las 24 horas del día, pantalón impoluto con bordes cortantes; saco de vestir, camisa de mangas largas, siempre por dentro del pantalón y mejillas como nalgas de bebé. Amigos como eran por aquel remoto entonces, compartían hasta las mujeres. Aunque a Vargas Llosa solo le interesaban en serio – y le interesan – las hembras del patrimonio familiar, según broma que alguna vez le gastó Carlos Barral, el poeta y editor catalán. Anecdótico resulta el hecho que Carlos Barral fuera al mismo tiempo héroe y villano en su relación con los dos genios-mandamases del boom latinoamericano: descubridor y amigo eterno de Vargas Llosa y detractor acérrimo de García Márquez. Lo mismo que La ciudad y los perros; 100 años de soledad pudo haber visto su cuerpo editado por primera vez en Seix-Barral, porque una copia virgen de la novela llegó en primicia a las manos de Carlos. Pero aquel la rechazó de un tajo y sin contemplaciones. Llegó a decir incluso que Gabriel García Márquez no era más que un simple narrador oral emparentado con el norte de África, o algo así. Es obvio que Carlos Barral se equivocaba. En 1967, en Argentina, Editorial Sudamericana se llevaba los honores con la primicia de 100 años de soledad. De todas formas a García Márquez no le importó demasiado la actitud y comentarios de Carlos Barral; y es que el colombiano presentía, o acaso sabía, que a su nombre el tiempo le reservaba un peldaño inalcanzable para el nombre del español. Los escritores ibéricos del momento rindieron armas sin presentar pelea ante la pegada demoledora del tándem El Negro-El Indio y su cohorte de maestros de obra. Si acaso asomaron la cabeza en la península y mirando siempre de abajo hacia arriba: Camilo José Cela, Juan Goytisolo, el poeta José Hierro y quizá alguien más que ahora se me escapa en esta básica enumeración. Eran tiempos en los que Mario Vargas Llosa se peinaba su engomado pelo 17 veces al día y Gabriel García Márquez se paseaba en overol de mecánico por media Europa con una sonrisa de oreja a oreja y unas ganas incontrolables de soltar en cualquier parte su mamadera de gallo.

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