martes, 22 de junio de 2010



Honrar, honra. (1)

Con indecente frecuencia algún que otro párvulo entre aquellos que comparten aula con mi hija, ha lanzado la frase, ya cliché entre algunos muchachos de su grupo: cubana culo de banana. No converses con esta cubana culo de banana, fue la última de las bondades bucales que pronunció uno de los ¿compañeros? de aula de mi hija, y la niña que conversaba con mi Lore cortó la charla y se marchó. Profe, ¿¡verdad que Cuba es una mierda?!, fue otro eructo que llegó, esta vez sin intermediario, a mis oídos. Hace unos 6 meses alguien cercano a mí, cubano para más señas, y de paso por estos lares, me dijo unas palabras que todavía me resisto a sentenciar como lapidarias: “ Este es un país de indios equivocados”. No ha sido esgrimiendo la ignorancia, el racismo, la intolerancia y la xenofobia que se han hecho grandes los pueblos que se han hecho grandes (Alemania y la ex Yugoslavia – entre otros – como líderes entre los botones de muestra del S.XX). Y aunque agradezco a Costa Rica, a algunos de sus hijos y a sus instituciones, las muestras de amistad y el gesto de permitirme rehacer vida en tierra ajena, no creo que la ruta mental por la que discurre la nación los – nos – lleve a otras cimas que no sean las topográficas que por aquí abundan. Incluso con un cerebro grupal mediocre, con una estructura económica bien conectada al entorno global, a cualquier país le basta para mantenerse a flote, y hasta para mostrar síntomas de bonanza y progreso. Pero no alcanza con eso para incorporarse a la carretera del auténtico desarrollo. Es el caso de Costa Rica. Tampoco se puede llegar lejos cuando la perspectiva es pueblerina y el canon a seguir es puro y duro conservadurismo, introversión, recelo y desconocimiento garrafal de la historia propia y ajena. También es el caso de Costa Rica. Cuba, como raíz antropológica, como historia, como pueblo y cultura, no es una mierda. Mi hija no tiene porque soportar semejante ofensa.

(1) José Julián Martí y Pérez.

viernes, 18 de junio de 2010



José Saramago. 1922 – 2010

Murió – físicamente, si acaso – José Saramago. Y duele, porque no cualquiera te conoce sin distinguirte, ni te conmueve sin conocerte. “Yo no merezco morir, los genios no deberían morir”, dijo Beethoven – Ludwing Van, Ludwing viene, Ludwing se quedó para siempre – horas antes de morir, – físicamente, si acaso – el mismo día que nació mi madre, con un precedente de 120 años. Y tanto peso tenían las palabras del teutón-vienés, como agua en mole los 5 océanos juntos. Lo menos que se pierde con la ausencia de Saramago es un cuerpo que deja el barrio para comenzar a formar parte de la mayoría. Lo que nos abandona en masa es la posibilidad de seguirle eternamente el rastro, la huella que de obra en obra se renovaba con paso estable. Poco me importó su inclinación fundamentalista hacia la izquierda política. Nunca libro alguno me ha resultado tan intenso, soberbio y exquisito como “Memorial del convento”. Nunca leí con tanta avidez. Nunca, con otro libro, reí, lloré, me alegré y sufrí con la intensidad que lo hice mientras leía “Memorial del Convento”. José Saramago ha muerto – físicamente, si acaso – y duele. No cualquiera parte tu pecho sin saber que existes. No cualquiera te conoce sin distinguirte. No cualquiera te conmueve sin conocerte.

miércoles, 9 de junio de 2010



Domingo 7 de marzo – martes 8 de junio.

He vivido al margen de la pleamar y de la marea, ajeno a la vorágine vital, informativa, productiva, de espaldas a casi todo. Ofrecí lo que de humanidad poseo como refugio feraz donde cobijar la abulia, la esterilidad y el abandono. Llegué a ser una cápsula humana, un cascarón vacio, un ente. Dilapidé horas y días que no volverán, me recluí en la nada y el desaliento. No fui feliz. Me adormecí sobre cualquier rutina. Escribí poco, pensé poco, comí poco, bebí poco. Promoví conversaciones superfluas, bizantinas, cantinflescas. No vi el mar, estrujé recuerdos y vivencias. Me pelé y afeité, practiqué el mimetismo. No seguí de largo, no soñé, no tuve fe, no me atreví. No cambié de acera, no me lo reproché. Envejecí. De nada me arrepiento. Aquí estoy otra vez.


P.D: En la parte inferior derecha de la foto, el rostro feliz de mi hija.