Los vericuetos cerebrales son a veces inescrutables. Lo mismo pasa con los caminos de la vida. Entre noviembre de 2006 y abril de 2007 viví en Venezuela. Eventualmente iba a Caracas, pero los llanos venezolanos, que casi por ley escrita se tragan sin pausa ni piedad toda la luz del día, me retuvieron en su caldera de vapor durante cinco meses. Los tugurios con pretensiones y ambiciones de bar y barra proliferaban en Barinas – suroeste venezolano – más que los males estomacales, sobre todo en El Cambio; la barriada donde viví, medio pistolera, medio marginal, pero también, a qué negarlo, hospitalaria. Alguna noche de habitual canícula estuve en alguno de aquellos bares a la intemperie. No disponía ni de mísero quilo prieto, siempre era el gordo Rolando – otro cubano, ya con dos años en Venezuela por aquel entonces, y hoy viviendo en los EE.UU – quien me invitaba. Si la cerveza era apenas un jugo de levadura la música era peor. La melodía (es por decir algo) de las llaneras no daba tregua ni de día ni de noche en aquellas mesas con luna sin toldo hasta el amanecer. Taponarse los oídos con algodón no servía de mucho. Y no obstante, ya fuera por la nostalgia, por lo mal que marchaba todo en aquel momento, por el oceánico abandono en el que me sentía, o solo porque sí, porque se emparentaba con mi oreja, el caso es que entre todas aquellas monotemáticas, monorrítmicas, insípidas, detestables canciones llaneras, hubo una que me agradó, y todavía escucharla me resulta nostálgicamente reconfortante. No es que me atreva a clickear sobre el tema, no es que recurra a él para darle una caricia a la guataca, pero no experimento aversión cuando llega, como susurro en sordina, desde algún lugar. Hace unos quince años un poeta cubano – hoy en Miami – me confesó casi con vergüenza, casi con dolor, que le gustaba la música de José Feliciano. Si el corazón toma caminos que la razón no entiende (Descartes), en el acápite sonoro será porque la oreja se desvía en ocasiones por vericuetos cerebrales que son a veces inescrutables. Digo yo.
Soy de los jóvenes y de los viejos, de los inquietos y de los discretos/Indiferente a los demás, atento para con los demás,/Maternal, paternal, niño y hombre. (Walt Whitman. Canto a mi mismo)
domingo, 26 de agosto de 2012
Los vericuetos de la vida y los caminos cerebrales.
Los vericuetos de la vida y los caminos cerebrales.
Los vericuetos cerebrales son a veces inescrutables. Lo mismo pasa con los caminos de la vida. Entre noviembre de 2006 y abril de 2007 viví en Venezuela. Eventualmente iba a Caracas, pero los llanos venezolanos, que casi por ley escrita se tragan sin pausa ni piedad toda la luz del día, me retuvieron en su caldera de vapor durante cinco meses. Los tugurios con pretensiones y ambiciones de bar y barra proliferaban en Barinas – suroeste venezolano – más que los males estomacales, sobre todo en El Cambio; la barriada donde viví, medio pistolera, medio marginal, pero también, a qué negarlo, hospitalaria. Alguna noche de habitual canícula estuve en alguno de aquellos bares a la intemperie. No disponía ni de mísero quilo prieto, siempre era el gordo Rolando – otro cubano, ya con dos años en Venezuela por aquel entonces, y hoy viviendo en los EE.UU – quien me invitaba. Si la cerveza era apenas un jugo de levadura la música era peor. La melodía (es por decir algo) de las llaneras no daba tregua ni de día ni de noche en aquellas mesas con luna sin toldo hasta el amanecer. Taponarse los oídos con algodón no servía de mucho. Y no obstante, ya fuera por la nostalgia, por lo mal que marchaba todo en aquel momento, por el oceánico abandono en el que me sentía, o solo porque sí, porque se emparentaba con mi oreja, el caso es que entre todas aquellas monotemáticas, monorrítmicas, insípidas, detestables canciones llaneras, hubo una que me agradó, y todavía escucharla me resulta nostálgicamente reconfortante. No es que me atreva a clickear sobre el tema, no es que recurra a él para darle una caricia a la guataca, pero no experimento aversión cuando llega, como susurro en sordina, desde algún lugar. Hace unos quince años un poeta cubano – hoy en Miami – me confesó casi con vergüenza, casi con dolor, que le gustaba la música de José Feliciano. Si el corazón toma caminos que la razón no entiende (Descartes), en el acápite sonoro será porque la oreja se desvía en ocasiones por vericuetos cerebrales que son a veces inescrutables. Digo yo.
Los vericuetos cerebrales son a veces inescrutables. Lo mismo pasa con los caminos de la vida. Entre noviembre de 2006 y abril de 2007 viví en Venezuela. Eventualmente iba a Caracas, pero los llanos venezolanos, que casi por ley escrita se tragan sin pausa ni piedad toda la luz del día, me retuvieron en su caldera de vapor durante cinco meses. Los tugurios con pretensiones y ambiciones de bar y barra proliferaban en Barinas – suroeste venezolano – más que los males estomacales, sobre todo en El Cambio; la barriada donde viví, medio pistolera, medio marginal, pero también, a qué negarlo, hospitalaria. Alguna noche de habitual canícula estuve en alguno de aquellos bares a la intemperie. No disponía ni de mísero quilo prieto, siempre era el gordo Rolando – otro cubano, ya con dos años en Venezuela por aquel entonces, y hoy viviendo en los EE.UU – quien me invitaba. Si la cerveza era apenas un jugo de levadura la música era peor. La melodía (es por decir algo) de las llaneras no daba tregua ni de día ni de noche en aquellas mesas con luna sin toldo hasta el amanecer. Taponarse los oídos con algodón no servía de mucho. Y no obstante, ya fuera por la nostalgia, por lo mal que marchaba todo en aquel momento, por el oceánico abandono en el que me sentía, o solo porque sí, porque se emparentaba con mi oreja, el caso es que entre todas aquellas monotemáticas, monorrítmicas, insípidas, detestables canciones llaneras, hubo una que me agradó, y todavía escucharla me resulta nostálgicamente reconfortante. No es que me atreva a clickear sobre el tema, no es que recurra a él para darle una caricia a la guataca, pero no experimento aversión cuando llega, como susurro en sordina, desde algún lugar. Hace unos quince años un poeta cubano – hoy en Miami – me confesó casi con vergüenza, casi con dolor, que le gustaba la música de José Feliciano. Si el corazón toma caminos que la razón no entiende (Descartes), en el acápite sonoro será porque la oreja se desvía en ocasiones por vericuetos cerebrales que son a veces inescrutables. Digo yo.
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mi querido amigo de tiempos bohemios,me encanta cuando de esta manera tan descrictiva narras episodios vividos(cuidado no profundices mucho en tu interior) jajaja,pero deberias hacer un libro de tu andar por la vida,de seguro te garantizo que sera un exito,pues has vivido cosas muy hermosas y aunque trsites le sabes ver el lado bueno y pintoresco,yo seria una de las primeras en comprarlo,cuidate,besos,y sigue escribiendo pero en grande
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