viernes, 12 de febrero de 2010



De la Malinche a la Siguaraya.

Los hijos de la Malinche, un ensayo de Octavio Paz incluido en su volumen “El laberinto de la soledad”, es de aquellos textos atemporales que no merecen quedar como asignatura pendiente. El título, irónico pero preciso, define el cuerpo de la obra como sentencia inapelable. Los hijos de La Malinche, de México, de la Chingada, todos sinónimos y brutales, me hizo pensar en los hijos de la Siguaraya, de la Virgen de la Caridad del Cobre y del Ron Havana Club, todos revueltos, todos paganos, destilería de andrógenos y estrógenos errantes. Ni por asomo pretendo emular con Octavio Paz macerando la cuartilla con un texto análogo. Antes y después que el mexicano escribiera esta joya impresa, varios impíos de mi raza colocaron aportes y desvelaron los misterios de nuestra cubana insularidad, de nuestra cubanía, y hasta de nuestra satrapía. O al menos lo intentaron. Las contribuciones se extienden desde los dignos enfoques del Padre Félix Varela, José Antonio Saco o Don Fernando Ortiz, hasta las insufribles contribuciones de Fidel Castro, Teófilo Stevenson o Juan Padilla. El diapasón es amplio y el coro de circo. Octavio Paz define su cohorte con unas pinceladas de crudeza, nostalgia y académico sarcasmo que concretan el lienzo con las proporciones justas. Lo que en el mexicano fragua como una cota superior al Popocatepel, se cuece hoy en mi ribera con el choteo y el egocentrismo como ingredientes primarios, y el humo del potaje no rebasa la altura de una Palma Real. Dictadores, boxeadores y bateadores de la tanda baja en rol de pensadores: lo que sale de ahí parece más un puñetazo o el ladrido de un Rottweiler que un pensamiento cardinal. Octavio Paz asume con hidalguía el drama de la mexicanidad. Los “cubanólogos” insulares, postmodernos, se decantan por el sermón y la bobería.


En la imagen: Hermán Cortés y Malinche. José Clemente Orozco.

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