Héroe..de barrio.. por un día .
Ahora resulta que Benedicto XVI no sabia absolutamente nada de los desmanes verbales del cura británico anti Torá. “Señores, que yo vivo en este pueblo pero no tengo ni la más remota idea de donde están las casas”. Debe ser este el estandarte del Papa para limpiar el mierdero y aclimatar el entorno con ambientador. Pero dejemos eso ahí, que voy entrar hoy en un capítulo biográfico de estilo auto, o de estilo moto chopper, que son las que me gustan hasta la última célula .
Tercer swing creando turbulencia en el viento que se agolpa detrás del bate cual si fuera el madero un ala de avión en laboratorio de cálculos y conclusiones sobre temas de aerodinámica, mientras la pelota se incrusta por tercera vez en la mascota del cátcher ante la mirada de resignación de mis compañeros de equipo que sembrados en bases, o desde el banco y con las uñas en el estómago, esperan el prodigio que rara vez llegaría; o un único swing, también al aire, mientras la pelota golpeaba con un impacto seco, violento, de ponche humillador, justo al centro del cuadro marcado detrás de mí, en la pared de la casa de aquel vecino que ya no sabia de que manera encomendarse a San Lázaro y Babalú Ayé con promesas de bloque atado a canilla de cuerpo mugriento y lacerado devorando asfalto hasta Rincón si sucedía el milagro y aquel grupo de muchachos desaparecía tragado por la Tierra: son los recuerdos usuales que de mi paso por las Grandes Ligas.. del barrio quedarán en la memoria histórica del vecindario, de mis amigos ausentes, de aquellas calles que, con sus balcones forrados de sábanas blancas, sigo amando en la distancia. Y claro está, no podría ser de otra manera, si hasta yo mismo rara vez evoco un swing golpeando la pelota.
Pero siempre habrá un paréntesis en la remembranza, para mi y para los que allá quedaron, porque también tuve un día para marcar distancia.. de mi mismo, y hacer un alto en la rutina de ponches, roletazos al cuadro y foul-flys al cátcher que deshonraban mis apariciones en el diamante. Por una vez en la vida el eterno villano deslumbró – más bien sorprendió, asustó – a todo un barrio. Dejó a toda una comarca con la mandíbula batiendo al viento, los labios resecos y la baba amontonándose bajo la lengua, al despachar halando para su mano, en cuenta de notificación de sentencia habitual en situaciones similares para su caso, 2 strikes sin bolas, un soberano triple entre left – center que arrebató el letargo acumulado durante tantos turnos infértiles al bate, a los out-filders del equipo rival, y limpió las almohadillas.
Y aquel “tablazo”, para redondear el encontronazo inesperado con la gloria y con Gloria, la nueva vecina – me interesaba más la Gloria que recién llegaba con un cuerpo hecho a mano, que aquella otra gloria tumefacta, carente de atractivos sexuales – , no fue en un juego cualquiera, ni en un momento cualquiera del juego. Se definía el Campeón de la LKP, la Liga del Kiko Plástico, luego de 5 peleados partidos en los que contra todo pronóstico mis compañeros de equipo redondearon un fabuloso 450 de promedio que sacó a flote mi record de ponches consecutivos, y metió al team en la pelea por el título.
Aquel domingo colapsó desde temprano la reserva de botellas de ron y masarreales de a medio en la cafetería de Acosta y 10 de Octubre. La tarde fría, plomiza, de un enero que exhibía más derrotas que victorias en las vitrinas de Palacio, se veía extraña para jugar pelota, pero ayudaba con el trago a la concurrencia, y el masarreal bajaba enchumbado en alcohol hasta la gandinga. A la altura del octavo inning, parte baja, con el equipo a 4 outs de inclinar la frente perdiendo por 3 carreras, con las bases llenas, sin emergente a la vista y un servidor en el home play, a un strike de imprimir nueva marca mundial de ponches consecutivos; ante el silencio repentino, premonitorio y de catacumba de la concurrencia, a mi viejo, con la razón ya nublada, pienso yo que más por la euforia ante el exceso de dulce que por efecto del ron, se le ocurrió la temeraria idea de pararse en las gradas y gritar a voz en cuello que su hijo tenia los testículos más grandes que aquel que protestó en Mangos de Baragúa, y desechó la propuesta pacificadora de Arsenio Martínez Campos – con términos beisboleros – y que : “este juego lo va a ganar ese que está parado ahí en home, o yo me cambio el nombre”. Por un segundo imaginé a mi padre al día siguiente madrugando para acceder al turno que el permitiera realizar tan engorroso trámite en el Registro Civil o frente a funcionaria del MININT, en la oficina del Carnet de Identidad. Pero fue solo un segundo, solitario y mustio, y el Universo todo se detuvo para mi en el instante siguiente. Lo que sigue parece un evento cinematográfico, pero no lo fue, y es que hay momentos en la vida que superan la entelequia, la irrealidad de la ficción. (Y el que aún lo dude que rebobine las imágenes del 9/11). Mi padre terminó su arenga y permaneció de pie, solitario. Me aparté del home play y lo miré unos instantes con el bate al hombro. Su mirada todo el tiempo sembrada sobre mí. Aunque faltaban unos años para conocerle, la figura broncínea del Doríforo de Policleto con el agudo venablo sobre el hombro, era lo más parecido en ese momento a la imagen corpórea de quien escribe, aunque yo estaba vestido..!! y de pelotero !!. Busqué entonces a la Gloria hecha a mano entre la multitud, y allí estaba, también de pie, en un extremo del graderío. Sus manos en las mejillas revelaban la tensión del momento. Regresé al cajón de bateo.
Sentí por el impacto que le había dado a la bola en la mismísima madre.
Cuando doblaba como un rayo por primera base, fue que recuperé el sentido del oído y la visión periférica, la gritería era de manicomio, miré al left-center y vi como la bola se extendía saltando por la grama hasta lo más profundo del ángulo, después vi a los jardineros corriendo como diablos detrás de ella. Llegué a tercera base de pie. Los masarreales volaban como fuegos artificiales. A esa altura del juego del ron quedaría tal vez el mejor recuerdo. Mis compañeros de equipo salieron corriendo del banco y me abrazaron en masa. Aturdido aún, alcancé a mirar hacia donde estaba mi padre, que al parecer, conectado también supra naturalmente conmigo, sus ojos todo el tiempo sobre mí, en ese instante comenzaba a recuperar el dominio de sus sentidos. Lo vi secarse la cara con el pañuelo y me pareció extraño porque con aquel frío no sudaba ni Rocco F. Marchegiano – Rocky Marciano – en sus peores tiempos. Por primera vez en mi vida, y de lejos, había visto llorar a mi padre.
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