Costa Rica, Jueves 1 de enero de 2009
EDITORIAL |
Cincuenta años de despotismo
Hace 50 años, los cubanos recibieron esperanzados la noticia que, desde semanas atrás, parecía inevitable: el dictador Fulgencio Batista había huido de Cuba, ante el colapso de su Gobierno y el avance incontenible de las fuerzas rebeldes. Seis días después, en medio del júbilo incontenible, su principal dirigente, Fidel Castro, ocupaba el poder en La Habana, reiterando el mismo mensaje proclamado durante tres años de insurgencia: freno a la corrupción, democracia, justicia y dignidad nacional. Parecía que, al fin, la isla avanzaría con vigor por un sendero de progreso y libertad.
Las condiciones eran promisorias. A pesar de sus grandes problemas políticos, Cuba contaba para entonces con algunos de los mejores índices económicos y sociales de América Latina. La diversificación productiva avanzaba con rapidez. Sus vigorosos aportes culturales trascendían más allá de las fronteras. El país y, especialmente, su capital, era un lugar cosmopolita y abierto al mundo. Con la implantación de la democracia, el fin de la corrupción, la consolidación de las instituciones y la mejora de sus políticas redistributivas, el avance podría ser arrollador. Fidel Castro encarnó públicamente esa ruta. |
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Pero la realidad fue muy distinta. Las promesas pronto fueron traicionadas, de la mano del paredón, la represión y la implantación de un totalitarismo de signo marxista. Por eso hoy, tras la más larga dictadura unipersonal de la historia, la Revolución Cubana es, apenas, un lamentable cascarón retórico, que no puede ocultar el trágico balance de cincuenta años de despotismo.
La economía está paralizada, no por el embargo estadounidense, sino por la naturaleza centralista, totalitaria, ineficiente y caprichosa del sistema. Pese a su gran potencial agrícola, más de la mitad de las tierras está sin cultivar y se debe importar el 80% de los alimentos (la mayoría, por cierto, de Estados Unidos). Sus principales fuentes de ingresos son el turismo, los minerales y la venta de mano de obra especializada al exterior. El país es incapaz de sobrevivir sin depender de un poder externo –llámese la Unión Soviética o Venezuela–, que otorgue subsidios o trueques para compensar el desastre económico: una vergonzosa dependencia.
La infraestructura –viviendas, carreteras, electricidad, agua potable– no cesa su deterioro, acelerado por tres recientes huracanes. La desnutrición afecta a amplios sectores de la población. En medio de la pobreza generalizada, las desigualdades son cada vez más palpables. La ética del trabajo ha desaparecido: robar al Estado patrón, para canalizar su producto al mercado negro, es una actividad generalizada. La tarea cotidiana más importante es luchar por sobrevivir cada día en medio de una crónica escasez. La población padece la esquizofrenia de una doble vida: la fingida en público y oficialmente aceptada, y la asumida en privado.
Pero la peor de todas las carencias es de libertad y garantías personales. El de Cuba es, en este momento, el único régimen de América que hace de la negación de la democracia, del rechazo a la alternancia en el poder, y de la conculcación de las libertades de asociación, expresión, reunión, movilización y trabajo, elementos consustanciales a su sistema político. Es, también, el único país hemisférico con prisioneros políticos, el único que controla minuciosamente el acceso de la población a internet, el único que tiene casi dos millones de exiliados políticos, y el único que, sistemáticamente, lanza turbas agresoras contra los ciudadanos que, tímidamente, se atreven a manifestar opiniones distintas en público.
Para endulzar tan oscuro panorama, el régimen pregona, como verdad incuestionable, los “grandes avances” en educación y salud. Sin duda, los índices en esos dos ámbitos son mejores en Cuba que en varios otros países de América Latina. Pero deben verse de forma muy matizada.
En primer lugar, porque, a la llegada de Castro al poder, ya estaban entre los mejores del hemisferio; por esto, el avance, en términos relativos ha sido mucho menor que en otros países, como, por ejemplo, Costa Rica, que los ha hecho en democracia. En segundo, porque todas las estadísticas provienen de fuentes gubernamentales, carentes de independencia. En tercero, porque, durante los últimos años, el deterioro sanitario y educativo ha sido alarmante. Y, finalmente, porque, aunque el mito fuera verdad, para nada justifica la peor dictadura de América.
Cuando se compara tan funesto panorama con lo que el laborioso y creativo pueblo cubano habría sido capaz de alcanzar si la revolución hubiera implicado libertad y democracia, el saldo del despotismo castrista es aún más deprimente. Se trata de una innegable tragedia histórica.
El que, ante tantos fracasos, Raúl Castro, sucesor designado por el convaleciente y enmohecido Fidel, no haya emprendido un verdadero proceso de reformas y, hasta ahora, haya cambiado lo menos posible para que todo siga igual, solo ratifica el empecinamiento de su apuesta totalitaria.
A cincuenta años de que renaciera la esperanza en Cuba, la única que hoy existe es el fin de su régimen. Solo a partir de entonces los cubanos podrán ser, como personas y pueblo, verdaderos dueños de su destino. Solo entonces podremos esperar un renacer que pueda convertir en realidad la añoranza de progreso, justicia y dignidad para Cuba.
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