domingo, 30 de octubre de 2011


Libros sin escritores.


         Técnicamente, desde el siglo XV, y hasta hoy, un libro impreso es un grupo de hojas de papel o pergamino sobre cuyo tumulto encuadernado dejó la máquina de imprenta huella de pensamiento humano; un descendiente tecnológico de las tiras de un árbol, protegido por dos tapas que anuncian lo que en su vientre de pliegos guarda. En libros de intención retórica ese anuncio no pocas veces debería estar acompañado de una denuncia implosiva. Allí donde la literatura decline hasta el tópico seudo, convendría colocar una breve, sutil advertencia a manera de cintillo – si pudiera yo escoger – con letras de un verde intenso sobre fondo naranja chillón en el borde inferior de la portada o la contratapa: este libro es una mierda, se me ocurre. O una más literaria, una cita, por ejemplo, de Ignatius J. Reilly, el hilarante protagonista de La conjura de los necios (ese magnífico y único libro del suicida John Kennedy Toole): ¡Oh, Dios mío! ¿Qué degenerado fabricó este aborto? Y se me antoja necesaria la advertencia por consideración, por respeto al uso inteligente, racional que al recurso tiempo asigna el prójimo no subnormal. Si las cajas de cigarrillos dicen que el tabaco mata, qué de malo puede haber en darle un uso más honesto a las prensas cuando en nombre de la literatura sin adjetivos se mal paren pliegos con argumentos literarios inexistentes. La gente sabe que el tabaco mata pero se sigue muriendo masiva, porfiadamente en nombre del humeante placer. Con un cintillo en portada como dossier literario quizá puedan venderse los malos libros como cajas de cigarrillos. Dada la incómoda geometría del mamotreto es difícil que el fumador pueda pitárselo pero siempre le quedará la opción de verlo arder y humear en la hoguera. De momento, a falta de aclaratorio cintillo quedan a mano las mañas para reconocer la cajetilla infumable. Dedicatorias incriminatorias al estilo de: al panadero madrugador, a mi abuelita Anacleta, a los piratas que surcaron los mares, a los árboles centenarios, a Tutmosis III, (para no hablar de amores y desencantos) ofrecen pistas evadibles aunque se escriban en braille. Otro rastro a no seguir es el de algunos exergos insufribles por sufridores. Según Alfredo Bryce Echenique los problemas de los escritores giran en torno a las mujeres, el alcohol, el dinero y la fama, o la ausencia de los cuatro elementos. Pero un escritor no escribe cuando está ebrio, no escribe por dinero ni fama – aunque los necesite – no escribe para las mujeres que ama ni mientras hace el amor. Un escritor (aunque puede tener sus malos momentos creativos) es un ególatra irredento que respeta su oficio como un santuario y de la misma manera deberían respetarlo quienes no saben, ni a kilómetros de distancia, lo que es escribir – literaria, estéticamente hablando – pero les sobra el dinero para botarlo fabricando tecnicismos, bodrios, abortos.