lunes, 25 de julio de 2011



En contra de los aviones…y del arte de escribir.

Noche del sábado 23 de julio en San José de Costa Rica, noche de rondas. Bar Rayuela. Dos tipos conversan cerca de mí. Uno al otro se desgranan, desde un sui generis monólogo a 2 voces, en mutuos elogios y presentaciones cuasi curriculares cada vez que una mujer se acerca a la barra, que es allí donde estamos. Uno de ellos ofrece un libro a la joven de turno en el mostrador como si fuera una cerveza o una copa de vino lo que ofrece. Ella lo rechaza y se me ocurre pedirle el libro para “tirarle un vistazo”. En contra de los aviones, leo, de Juan Murillo. A la flaca luz del sitio me lanzo con el primer cuento. ¿Literatura para niños? No me parece, según la nota de la contratapa. Voy al segundo y el tono cambia, se endurece. Salto al último cuento: En contra de los aviones. Tres cuentos – es por decir algo – de seis. Alcanza para formar criterio. Devuelvo el libro. En ráfaga, el prestamista pregunta, responde y se presenta. ¿Qué te parece el libro? Literatura con flecos – Cortazariano el hombre, por algo estamos donde estamos – Mi nombre es Geovany no sé que, soy escritor, crítico y asesor literario. Escribo para el periódico ¿?...Atiendo un taller literario con más de 70 talentos. – ¡70 talentos! –Tengo que escribir un artículo crítico sobre este libro, el autor es enemigo mío, pero es un buen escritor. Literatura con flecos pero buen escritor. Mmm. Hay algo raro aquí, pienso. Todavía no he dicho ni esta boca es mía. Y tiempo me otorgará el orador, apenas, para hacerle saber que esta boca es mía y que escribir no es colocar buenas ocurrencias una junto a la otra, con el soporte técnico de los signos de puntuación. Apenas eso diré, porque tiempo para más no habrá; el enemigo de Juan Murillo se levantará y se irá con el compinche y con su rumba a ocupar otra porción de la noche. Concluyendo a medias: al Giovanni Boccaccio tico no le pude decir lo que pienso de los tres cuentos que leí del libro En contra de los aviones, pero me voy a aliviar aquí, trocando en palabra escrita el meandro mental; y quién sabe si aquel exégeta del Bar Rayuela encuentra por este rumbo y sin querer hacerlo, la respuesta de su pregunta…escribir no es colocar buenas ocurrencias una junto a la otra, con el soporte técnico de los signos de puntuación. – por ahí me quedé el sábado– Sobre todo con el abuso del punto y seguido, la coma y coma usted caliente de vez en cuando. Según Editorial Costa Rica, En contra de los aviones es un libro de cuentos. Y podrá ser el autor muy post postmoderno y muy asqueroso en su realismo, pero no alcanza con una escaramuza histriónica para otorgarle a este libro el género literario que se le cuelga. Si vas a escribir un cuento, no hay más opción que contar una historia. Cuéntame una historia, y sobre ella, o dentro, coloca todas las ocurrencias de que seas capaz. Primero demuestra que sabes hacerlo como reza el manual, después inventa. Una cadeneta de frases ingeniosas no alcanza para fabricar un cuento. Y el género Ocurrencias, al menos dentro de los literarios, y hasta donde sé – que tampoco es mucho – no existe. De tan entrecortado que se torna el estilo de En contra de los aviones, el escritor termina convirtiéndose en Jack, el Destripador de su propia obra. De Juan Murillo no he leído nada más. En obra, escritores costarricenses de ahora mismo conozco si acaso diez. Y es que las reservas que tengo con la literatura de esta provincia centroamericana son similares a las de Venezuela en hidrocarburos fósiles. Al final me ha quedado la trágica impresión de que hubo un error de imprenta, y que los cuentos – es por decir una palabra – que leí del libro En contra de los aviones, no pueden ser los mismos del libro que reseñó en contratapa, quién sabe que ingenioso amanuense en Editorial Costa Rica.

jueves, 21 de julio de 2011



Dos novelas de Ernesto Sabato.

No siempre un nombre alcanza para llenar las expectativas. Hace unos cuatro o cinco años leí El túnel, novela del finado Ernesto Sábato, alabada hasta el asco por la crítica literaria. Me gustó a medias ese hálito de sordidez y la atmósfera desquiciante en que se mueve el personaje protagónico y por tanto, la novela. Y es que historia que contar había poca allí, porque El túnel es novela de introspección psicológica. Me pareció más un manual sobre actitudes erróneas, para estudiantes de psiquiatría, que un asunto literario. No obstante, criterios de la novela puede haber tantos como lectores haya tenido. El asunto es que tratando de llegar a un juicio más ajustado al canon, ahora leyenda, me atreví con una segunda novela de Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas. Pero lejos de torcer el ángulo de enfoque, lo único que conseguí fue reforzarlo. Sobre héroes y tumbas es más de lo mismo que ya conocía desde El túnel. Solo que al tostadero de cerebros se le agrega en esta faena el ingrediente femenil. Eso fue toda la novedad. Novela espesa, reconcentrada, metatrancosa, Sobre héroes y tumbas es ese libro que se nos vuelve interminable entre las manos porque no vemos ni en la distancia la feliz hora de terminarlo. Quizá en contra de Sobre héroes y tumbas gravitó la lectura que le precedió: La guerra del fin del Mundo, de Mario Vargas Llosa, lo mejor que en palabras he consumido en años. Tal vez es más fácil concebir dos rascacielos, uno al lado del otro, en una misma calle de Chicago o de Nueva York, que en una mente humana.

martes, 19 de julio de 2011




100 años del fin del mundo.

La guerra de soldad.

A finales de la década de los 60 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa eran ya los capos entre los escritores latinoamericanos que por asalto tomaron París y Barcelona. El Negro, como entre jocosa y despectivamente le llamaban al colombiano en el ambiente literario español, se paseaba por los salones, auditorios, ramblas y paseos de las ciudades Condal y Luz con un overol azul de mecánico al que solo le faltaron un par de manchas de grasa para redondear una impresión errónea del creador. Y de peines no conocieron en esa época sus sortijudas greñas. A El Negro solo le interesaba escribir, y no fueron pocas las ocasiones en las que estuvo a punto de salir desnudo a la calle ante la falta de reparo por la ausencia de vituallas textiles sobre la piel. Mario Vargas Llosa, El Indio, según la claque literaria ibérica, era la antítesis de Gabriel García Márquez. Pelo engomado las 24 horas del día, pantalón impoluto con bordes cortantes; saco de vestir, camisa de mangas largas, siempre por dentro del pantalón y mejillas como nalgas de bebé. Amigos como eran por aquel remoto entonces, compartían hasta las mujeres. Aunque a Vargas Llosa solo le interesaban en serio – y le interesan – las hembras del patrimonio familiar, según broma que alguna vez le gastó Carlos Barral, el poeta y editor catalán. Anecdótico resulta el hecho que Carlos Barral fuera al mismo tiempo héroe y villano en su relación con los dos genios-mandamases del boom latinoamericano: descubridor y amigo eterno de Vargas Llosa y detractor acérrimo de García Márquez. Lo mismo que La ciudad y los perros; 100 años de soledad pudo haber visto su cuerpo editado por primera vez en Seix-Barral, porque una copia virgen de la novela llegó en primicia a las manos de Carlos. Pero aquel la rechazó de un tajo y sin contemplaciones. Llegó a decir incluso que Gabriel García Márquez no era más que un simple narrador oral emparentado con el norte de África, o algo así. Es obvio que Carlos Barral se equivocaba. En 1967, en Argentina, Editorial Sudamericana se llevaba los honores con la primicia de 100 años de soledad. De todas formas a García Márquez no le importó demasiado la actitud y comentarios de Carlos Barral; y es que el colombiano presentía, o acaso sabía, que a su nombre el tiempo le reservaba un peldaño inalcanzable para el nombre del español. Los escritores ibéricos del momento rindieron armas sin presentar pelea ante la pegada demoledora del tándem El Negro-El Indio y su cohorte de maestros de obra. Si acaso asomaron la cabeza en la península y mirando siempre de abajo hacia arriba: Camilo José Cela, Juan Goytisolo, el poeta José Hierro y quizá alguien más que ahora se me escapa en esta básica enumeración. Eran tiempos en los que Mario Vargas Llosa se peinaba su engomado pelo 17 veces al día y Gabriel García Márquez se paseaba en overol de mecánico por media Europa con una sonrisa de oreja a oreja y unas ganas incontrolables de soltar en cualquier parte su mamadera de gallo.

sábado, 16 de julio de 2011



Con el amor en el fondo .

A mediados de semana y como espectador en segunda fila vi un horror de programa que transmite Canal 6 de Costa Rica. Algo así como una revista matinal Vanity Fair desencuadernada. Un bodrio televisivo en cámara lenta, dietético, bajito de sal. Sin condimento ni condimentador, se escurre por la pantalla como un bostezo. Son instantes en los que, a falta de interés mayor, uno repara en las características físicas del aparato, en la decoración del lugar, en el estado del tiempo si tenemos a mano una ventana o una puerta abierta a exteriores. Y de vez en cuando – por que no – nos agraviamos con la pantalla del tele. Durante esos instantes de masoquismo que algunos tenemos, escuché – y vi – que se hablaba en la revista de marras acerca del afecto, atenciones y merecido lugar que requieren los ancianos dentro del núcleo familiar. Entre frases inconexas, superfluas, a veces casi unimembres y de dudosa gramática, tanto del moderador, o conductor ¿de buses? que llevaba la revista, como de la psicóloga y especialista en el añejo tema, oí que el masculino dijo, a manera de sentencia después de la verborrea laudatoria, que a los ancianos debemos darles un espacio mayor de participación dentro del grupo familiar porque en el fondo los queremos. ¡Oye tú!, así mismo, sin maquillaje: ¡en el fondo! Según ese tipo, hay que tener buena preparación física, mental y tecnología de punta para querer a un anciano porque hay que sumergirse hasta las profundidades oceánicas para llegar allí, aunque el anciano sea tu propia madre, o tu padre. No obstante, quizá la referencia era al fondo de una botella. En ese caso habrá que vaciarla primero para llegar allí. Es decir que el castillo matinal era de naipes y la vara de tumbar gatos que semeja ese conductor de equipos pesados lo desplumó de un lenguazo. Supe además que la vieja con colorete con la que él habló, es psicóloga – en presente porque supongo que todavía esté viva – por referencias de otro espectador, en tercera fila. Y es que el exégeta tumbador de gatos la trató de: Doña, mientras con ella habló. Jamás utilizó los términos de psicóloga, licenciada ni especialista. Y si lo hizo fue mientras me perdía en la ciudad entre las persianas de una ventana. Con estos truenos, en esta comarca proclive a la violencia de género y número, ahorita comienzan los linchamientos de ancianos. Y es que no cualquiera tiene fuerzas ni un balón de oxígeno a mano para nadar hasta lo insondable y encontrar, en el fondo, el amor y el respeto que merecen los ancianos. Tal vez lo encuentren, con irrisorio gasto de energía y recursos, aquellos que apenas deban vaciar una botella. Digo yo.

miércoles, 13 de julio de 2011

En el Tíbiri Tábara.

En el verano de 1930 los padres de Daniel Santos se trasladaron de Puerto Rico a Nueva York. Para ese entonces, el futuro guarachero (y bolerista) ya tenía claros – por aplicación – los conceptos de mal ambiente y mala vida. Antes del cambio de ribera, el muchacho se ganaba la vida en el barrio Trastalleres, Santurce, Puerto Rico, haciendo cualquier cosa a cambio de cualquier cosa. Lo mismo vendía aguacates, huevos, ron clandestino, hielo o carbón, que chuleaba a las mujeres, robaba, barría calles o destapaba cloacas. Cuando en 1932 el compositor boricua Pedro Flores lo descubrió, Daniel Santos ya tenía un prontuario policial interesante. Para el sello Decca grabó en esa época sus primeras piezas: Borracho no se vale, Yo no sé nada, Olga y Linda, entre otras. En 1941 cinceló en el éter un bolerón que lo inmortalizó: Despedida. Al año siguiente tiró abajo el Waldorf Astoria con la orquesta d Xavier Cugat, pero llegó la guerra a esa orilla y lo obligaron a alistarse en el ejército de los Estados Unidos. Borracho, drogadicto, bandolero y mujeriego eterno, no soportó la disciplina militar y terminó aplicando en vida lo que Hemingway escribió en Adiós a las armas: fuga y deserción. Fue capturado y cumplió castigo en Hawaii. En 1946 estaba de vuelta en Nueva York. Era ya leyenda viva cuando comenzó a cantar con la Sonora Matancera. Daniel ganaba 1000 dólares al mes y 25 centavos los músicos de la Sonora, y tuvo que poner dinero de su bolsillo para enderezar el salario de sus compañeros de fórmula. En esas estuvo hasta que la Orquesta negoció un contrato por 25 dólares al mes para cada integrante. Caminaba a paso doble el año 1948. Desde ese entonces y mientras respiró, se paseó, cantó y escandalizó por América y media. En la cárcel durmió más de 100 veces. En 1959 Daniel Santos levantó su voz a favor de Fidel Castro y la Revolución Cubana, pero no lo hizo por convicción ni postura de gallina ideológica; lo hizo porque el engaño no era perceptible en ese momento. Alguna vez dijo: Yo no creo ni en la luz eléctrica. Aquí debajo, una pieza de Daniel Santos, con la Sonora Matancera.